En la
Biblioteca Vaginal :
un Discurso Amoroso
Cecily Marcus *
Texto
original: In the Vaginal Library: A Lover´s Discourse. Presentado en el Encuentro
Anual de la American Studies
Association, el 12 de octubre de 2006.
Versión castellana de Marisol Álvarez y Cecily
Marcus. Publicado en
Políticas de la Memoria N °
6/7, Buenos Aires, verano 2006-2007 (Anuario del CeDInCI - Centro de
Documentación e Investigación de la
Cultura de Izquierdas en Argentina)
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La biblioteca vaginal no es una metáfora. Hechos y portados
por mujeres, la biblioteca vaginal fue una resistencia encarnada a la tiranía
de la dictadura. El trabajo de la biblioteca vaginal se desprende de las
prácticas de las prisioneras, pero su alcance va más allá de esas mujeres y se
extiende hacia todos los tipos de resistencia cultural que estaban teniendo
lugar bajo las condiciones más adversas durante la dictadura. En la biblioteca
vaginal, encontramos a los adolescentes del Teatro Cucaño, un pequeño grupo
experimental de teatro de la ciudad de Rosario, al mismo tiempo que a los
reconocidos intelectuales de la revista Punto de Vista. Hombres y mujeres
trabajaron para documentar y reflexionar acerca de un período de terror y
extremismo a través de actos creativos e intelectuales que generalmente no
encontraron una audiencia fuera del ambiente hermético e improbable de la
biblioteca vaginal. Este ensayo es una historia parcial de la cultura
intelectual subterránea de la última dictadura.
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"Arca, esta vez en latín, es el cofre, el 'arca de
madera de acacia' que contiene los mandamientos; pero arca es también el
armario, el féretro, la celda de prisión, o la cisterna, el depósito".
Jacques Derrida, Fiebre de Archivo
1. En la biblioteca vaginal
Cuando Lina Capdevila tenía diecisiete años, la arrestaron
en Rosario, la ciudad donde había nacido. La acusaron de tener materiales
políticos subversivos: algunos eran libros, pero la mayoría eran panfletos del
partido trotskista en el que había militado desde su época de secundario.
Buscando una forma de trabajar creativa y política en una ciudad provincial a
cuatro horas de Buenos Aires, la educación política de Capdevila había
comenzado con las actividades partidarias, incluso en las de uno relativamente
liberal como el Partido Socialista de los Trabajadores. Pero su educación no
terminó allí. En 1977 la encerraron en la Estación de Policía de Rosario, una cárcel que
funcionaba como centro de detención, donde comenzó un periplo por distintas
prisiones en las que fue objeto de todo tipo de vejámenes e interrogatorios.
Capdevila podría ser la
Forest Gump argentina, porque su rol había sido ser testigo
de la historia: presente cuando el golpe se produjo el 24 de Marzo de 1976,
presente frente a los torturadores más notorios de la dictadura y cuando las
Madres de la Plaza
de Mayo empezaron a marchar, presente cuando la dictadura militar se desintegró
y los punks de pelo parado y ropa hecha jirones empezaron a aparecer por todo
Buenos Aires.
Hablando con Capdevila más de veinticuatro años después en
un café en Rosario que había funcionado como escenario de performances
teatrales a cargo de adolescentes rosarinos durante la dictadura, me comentó
que fue en la cárcel de la dictadura donde encontró su real educación
política: en las conversaciones, los argumentos y los debates con otras
prisioneras Capdevila descubrió qué asuntos políticos realmente le importaban,
cuáles despreciaba y qué tipos de curiosidades intelectuales la podían mantener
viva. Allí fue que empezó a ser crítica de la cultura de los partidos políticos
que fomentaban entrenamiento intelectual por un lado, pero por otro condenaban
los intereses intelectuales y creativos. Capdevila habló de peleas acaloradas
entre las prisioneras, en las cuales las posiciones políticas y las ideas eran
intercambiadas a los gritos. Sus compañeras de cárcel eran homofóbicas y poco
receptivas a otras ideas, y tan culturalmente conservadoras como políticamente
radicales. Estos conflictos, de todos modos, terminaron siendo profundamente
renovadores para la muchacha, que provenía de una familia de trabajadores y
cuya vida hasta ese momento había estado dedicada al bienestar social y
político de los más necesitados e ignorados de la Argentina. En la
cárcel, Capdevila y las otras prisioneras se las arreglaron para seguir
persiguiendo intereses colectivos, produciendo periódicos en miniatura que,
increíblemente, copiaban en papeles de cigarrillo, con noticias creadas a
partir de rumores, testimonios de las ocasionales visitas que recibían del
exterior y fantasías de una existencia más libre. La forma que estos periódicos
tomaron -por necesidad pequeños, sumamente frágiles y definitivamente
perecederos- las obligó a escribir de tal modo que no hubiera necesidad de
revisiones, sin cometer errores factuales o de ortografía, y a escribir de un
modo que fuera visiblemente legible.
Cuando le pregunté a Capdevila si alguno de estos periódicos
todavía existía, ella se rió y me dijo: "Por supuesto que no. No se podían
sacar. Los llevábamos dentro." En ese momento, no entendí lo que quiso
decir. Los escritos de las mujeres que habían estado en los centros de
detención de la dictadura debían haber sido una suerte de práctica de memoria
secreta que les habían permitido mantener contacto con el mundo de afuera y con
un mundo de organización política en crisis que ya no existía. Habían sido
eso. Los periódicos de prisión eran también parte de una cadena de piezas de
información tomadas de otro recurso clandestino de información, los famosos
caramelos, ya que era una práctica común el cultivar fuentes de información
acerca del mundo que existía más allá de las paredes de la cárcel sin importar
cuán grande fuera el riesgo. Pero a lo extraño del comentario de Capdevila -el
hecho de que ella acarreara dentro de sí periódicos hechos en cigarrillos- lo
interpreté como otro más de esos puntos ciegos a los que toda investigación de
la cultura clandestina de la dictadura debe enfrentarse. Tan emblemáticos como
otros documentos desaparecidos, perdidas o destruidos, esos periódicos parecían
significar cómo la historia de la vida intelectual de la dictadura es una
historia hecha de huellas materiales incompletas, una historia que sólo puede
ser recordada en fragmentos y nunca enteramente recobrada.
Toda aproximación y análisis de lo que pasó en la cultura
subterránea de la última dictadura están basados en códigos secretos y en
silencios, en indicios que no siempre pueden ser rastreados, en publicaciones
que un día aparecieron y al otro día dejaron de publicarse sin previo aviso,
sin explicación previa o simplemente sin rastro a seguir. Libros y papeles
fueron quemados o enterrados. Incluso la colección más completa de documentos
de la vida subterránea durante la última dictadura sólo puede ser una muestra
representativa-algo que, dadas las circunstancias imposibles de preservación de
esos documentos, no es una hazaña menor. Si bien es cierto que la cultura de
la vida clandestina durante el período dictatorial no puede ser completamente
recuperada, eso no quiere decir que los recursos disponibles carezcan de
profundidad, sutileza o importancia en tanto medios para ingresar al mundo de
la resistencia cultural, un mundo del que sí puede hablarse, al que sí puede
documentarse y entenderse; un mundo que incluye el carácter extremo, la
abyección, de la relación entre mujeres, hombres y resistencia, y los
increíbles actos de imaginación y supervivencia que marcaron sus vidas durante
la dictadura. El comentario de Capdevila -indirecto y sin mayor explicación-
fue una puerta de ingreso a la biblioteca vaginal.
La biblioteca vaginal no es una metáfora. Tal como Capdevila
finalmente explicó, las mujeres en las prisiones de la dictadura escribieron,
leyeron y circularon periódicos de contrabando y libros que previamente habían
copiado meticulosamente en papeles de cigarrillos y que habían guardado en sus
vaginas para compartir más tarde entre ellas. Leyeron El Capital, novelas
argentinas y europeas, y los periódicos que ellas mismas hacían. Todos eran
literalmente llevados dentro hasta que los frágiles manojos se deterioraban con
el uso, por la propia suciedad de los dedos de las mujeres o por la propia
humedad de las vaginas.
Hecha y portada por mujeres, la biblioteca vaginal fue una
resistencia encarnada a la tiranía de la dictadura. También fue un ejemplo de
cómo las diferencias sectarias en cuestiones políticas fueron hechas a un lado
para favorecer la comunicación entre prisioneras, el producto de una condición
compartida que requirió del olvido de toda diferencia política-en simpatías e
intereses culturales, en edad, educación, experiencia y pasados. La biblioteca
vaginal, tal y como fue construida entre las paredes de esas prisiones, se
originó sin una comunidad de hombres, haciéndola atípica con respecto a la
mayoría de las formas de resistencia cultural que tuvieron lugar antes y
durante la dictadura.
Es cierto que, en tanto militantes políticas, las mujeres
jugaron un rol clave en las actividades de los partidos y las organizaciones
previas a la dictadura, pero generalmente ocuparon cargos secundarios y de
apoyo en lugar de cargos de dirección. Debido a que muchas de las actividades
políticas en la Argentina
surgieron a partir de sindicatos y organizaciones de trabajadores, fue común
para las mujeres el ser tratadas e incluso el tratarse a sí mismas, como
seguidoras del liderazgo de los hombres, aún cuando existan excepciones
significativas al respecto. El feminismo moderno, como marco explícito de
acción social, no tuvo plenitud en la Argentina hasta después de la dictadura -cuando
varios grupos de mujeres y las publicaciones de'las que formaban parte
comenzaron a asumir un rol protagónico al repensar la historia de las mujeres
en la vida cotidiana y política del país, realizando investigaciones que
incluyeron desde cuestiones de género en el hogar, derechos reproductivos y
relaciones de trabajo (domésticas y no domésticas) hasta la historia misma de
las mujeres.
Pero el hecho es que durante la dictadura, la mayoría de los
grupos de la cultura subterránea fue dirigida por hombres. De las más de
setenta revistas culturales publicadas durante la dictadura que forman parte de
los archivos del CeDlnCI, sólo dos nombran a mujeres como directoras, y muchos
más hombres que mujeres aparecen como escritores en esas revistas. Beatriz
Sarlo, todavía hoy directora de Punto de Vista, tal como lo era en el primer
número de 1978, es la excepción más conocida. La historia de Punto de Vista es,
en cierto modo, clave para entender la biblioteca vaginal, una parte de esa
larga historia de los roles que, a veces visibles y otras veces escondidos, las
mujeres tuvieron en la resistencia.
Punto de Vista es parte de la biblioteca vaginal si la
biblioteca vaginal es entendida como un archivo que puede ser recobrado sólo
parcialmente, una biblioteca hecha de los vestigios de lo que ocurrió
subterráneamente. Pero ése es sólo un aspecto de la biblioteca vaginal, porque
al haber sido construida en las peores prisiones clan1:1estinas de la
dictadura, la biblioteca vaginal es al mismo tiempo un archivo que ya no
existe, ya que no deja mucho para ser leído en el futuro -es un archivo que no
tiene domicilio y que por lo tanto tampoco tiene un lugar que pueda ser
visitado por académicos o estudiantes o historiadores-. Como tal, la biblioteca
vaginal es un desafío no sólo para la idea de biblioteca como institución que
produce el pasado y sirve al futuro, sino también para las muchas prácticas de
memoria y recuperación que se ocupan de las catástrofes. Sin nada que
coleccionar, sin papeles que verificar, y frecuentemente sin testigos o
sobrevivientes que entrevistar, la biblioteca vaginal es tanto una biblioteca
en prisión domiciliaria como una biblioteca sin domicilio. Tal como Jacques
Derrida escribe en Fiebre de Archivo, la biblioteca vaginal es un "archivo
que no deja monumentos y no lega documentos.”(1)
La biblioteca vaginal -un archivo que nunca va más allá de
lo clandestino y lo secreto, y que es la encarnación de la relación más intima
que la mujer tiene consigo misma- es el archivo en el peor caso. Junto a los
efectos materiales del archivo, la biblioteca vaginal está definida por la
naturaleza de su contenido -los tipos de mensajes y comunicaciones que fueron
copiadas en papeles de cigarrillo para ser compartidos entre presas de varias
simpatías políticas con el objetivo común de sobrevivir-. La supervivencia
entre las paredes de las prisiones clandestinas de la dictadura incluyó más que
la supervivencia del pensamiento y la imaginación que caracterizaron al
sinnúmero de grupos culturales subterráneos que tuvieron como propósito la
defensa de la libertad total de la imaginación. La supervivencia en las
entrañas mismas de la dictadura fue más básica y tal vez más creativa también.
Los usuarios de la biblioteca vaginal traficaron un discurso amoroso en el
sentido que Roland Barthes le ha dado a la expresión-una conversación íntima
hecha de lo marginal y lo impropio; un intercambio de comunicaciones entre
individuos que, aún siendo extraños entre sí, se sintieron irrefrenablemente
impulsados a hablar un lenguaje secreto y escondido que tal vez no pudiera ser
totalmente decodificado. En la biblioteca vaginal, las conversaciones escritas
fueron el producto de la cautividad física, pero también de la cautividad de
ideas e identidades que habían sido previamente impuestas y, al mismo tiempo,
cultivadas y protegidas por las propias prisioneras.
En tanto que comunicación de aquellos que han sido desamparados,
el discurso amoroso de Roland Barthes es el lenguaje de los ignorados, los
desacreditados, los menospreciados-un lenguaje que resiste los mecanismos de
autoridad y se empeña en su propia existencia. En tanto discurso de profunda
soledad, el discurso amoroso es un lenguaje en exilio-un lenguaje sin
domicilio, un lenguaje angustiado y sin fin, un lenguaje que de todos modos
busca insistentemente al otro. En tanto discurso de estallidos verbales y
declaraciones impropias, tanto las comunicaciones entre los amantes (quienes,
de acuerdo a Barthes, casi no pueden comunicarse o ser entendidos entre ellos
mismos) como las comunicaciones en la biblioteca vaginal son lenguajes
polisémicos que demandan interpretación constante. Barthes escribe que el
discurso amoroso es una trampa y un lenguaje que esculpe su propia existencia
en un mundo que no ofrece nada resuelto. Al hablar de los primeros años de
Punto de Vista, Beatriz Sarlo comentó:
Para nosotros en condiciones de dictadura, todo tenía una
especie de valor simbólico, pero eso por las condiciones de dictadura, estas
condiciones le ponen a quienes intentan una resistencia, las mismas
condiciones que Barthes describe en Fragmentos de un discurso amoroso para el
amante. Él dice, para el amante todo es signo, para el resistente yo diría que
todo es signo, a veces de manera muy exagerada, es un alegorista, hay una vieja
fórmula del marxismo leninismo que llamaba a eso discurso esópico, por las
fábulas de Esopo, entonces yo recuerdo que para nosotros todo era signo, con
todo pensábamos que estábamos significando. Nosotros pensábamos que este señor
que salía de una habitación negra y abría una puerta en una habitación negra ya
estaba significando, por supuesto que nadie podía percibir esto, recuerdo comentario
con el diagramador, abrir una caja negra que es la dictadura, evidentemente
nadie lo podía percibir, era más bien la sustancia en la cual nos
alimentábamos. Esto era para quienes hacíamos la revista, tenía un carácter
fuertemente simbólico y alegórico, pero que era como el discurso del amor para
el amante, todo era signo para el
amante, no para el resto del mundo. (2)
Desde el pensamiento de Derrida en relación al archivo y los
conceptos de Barthes con relación al discurso amoroso, el trabajo de la
biblioteca vaginal puede pensarse como un trabajo aprisionado y al mismo tiempo
liberador. Representa una continua lucha entre restricción y resistencia a la
restricción. El trabajo de la librería vaginal se desprende de las prácticas de
las prisioneras, pero su alcance va más allá de esas mujeres y se extiende
hacia todos los tipos de resistencia cultural que estaban teniendo lugar bajo
las condiciones más adversas durante la dictadura. En la biblioteca vaginal,
encontramos a los adolescentes del Teatro Cucaño, un pequeño grupo experimental
de teatro de la ciudad de Rosario, al mismo tiempo que a los reconocidos
intelectuales de Punto de Vista. Hombres y mujeres, aunque por lo general
mayoritariamente hombres, que trabajaron para documentar y reflexionar acerca
de un período de terror y extremismo a través de actos creativos e
intelectuales que generalmente no encontraron una audiencia fuera del ambiente
hermético e improbable de la biblioteca vaginal.
Los artefactos que sí sobrevivieron la biblioteca vaginal
pueden ser encontrados en armarios, sótanos, áticos y en el CeDlnCI. Las
revistas culturales subterráneas editadas durante la última dictadura-revistas
chicas, en muchos casos hechas por jóvenes argentinos, a veces con mala
impresión, y generalmente de publicación irregúlar-documentan una vida vital
durante una época terrorífica. En condiciones excepcionales, comunidades de
escritores, intelectuales, y artistas-comunidades quebradas por la violencia
del estado de terror-continuaban con una gran tradición de la cultura literaria
argentina, y además, creaban una forma de historiografía que recordaba los
eventos que eran negados y borrados del registro oficial. Estas revistas -desde
Punto de Vista hasta revistas más subterráneas como Ulises, Boletín
Alternativo, Propuesta para la juventud, Subterráneo, Germinal y la surrealista
Poddema- son ejemplos del reportaje en el sentido más profundo: con
simultaneidad, estas revistas ponen en duda los mismos eventos e ideas que
sacan a la luz de manera furtiva. Con una búsqueda constante de alcanzar los
límites de lo posible, estos escritores encontraron métodos alternativos para
realizar y desarrollar sus reuniones, acordar sus agendas políticas, sus
filosofías literarias, y su forma de escribir y existir. En cada reunión de
gente y en cada frase publicada -aunque sumamente oblicua e indirecta- se
corría el riesgo de la traición al colectivo, y además, de la auto-traición.
Por eso, cada una de esas frases y cada palabra exigía la interpretación
minuciosa. Las diversas prohibiciones de la época, plasmadas en la censura y a
su vez en la autocensura, transformaron las conversaciones públicas
compartidas por aquellas revistas en el desafío del discurso regulado y de la
memoria colectiva histórica. Las revistas se generaron justamente en este
punto, donde las técnicas literarias del más alto nivel chocaban con una situación
política aún más grave.
Durante el primer año de la dictadura, muchísimas
publicaciones dejaron de editarse. Pero ya en el año 1977 nuevas propuestas
comenzaban a reemplazar a las anteriores. Durante 1979, una nueva asociación de
revistas culturales independientes llamada ARCA (Asociación de Revistas
Culturales Argentinas) fue fundada en Buenos Aires por escritores jóvenes-casi
todos en sus veintes-que se juntaban en la Casona de Iván Grondona, en la calle Corrientes y
Montevideo, agrupando ochenta y cinco publicaciones iniciadas después del
comienzo de la dictadura. (3) Hubo incluso algunas revistas que cerraron antes
para re-inventarse, generando una relación de continuidad con proyectos
anteriores: Escarabajo de oro (la revista de Abelardo Castillo y Liliana Heker
cerrada en 1974) y Los Libros (de Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo
Piglia cerrada en febrero de 1976) anteceden las revistas Ornitorrinco (1977) y
Punto de vista (1978), respectivamente. Y mientras que algunas publicaciones
estaban vinculadas superficialmente con partidos políticos (Contexto al Partido
Comunista, Nudos a los maoístas de PCR, Cuadernos del camino al PST, Propuesta
para la juventud también al PST), otras se identificaban como publicaciones
culturales independientes.
La cultura literaria difundida en aquellas revistas que se
editaron durante la dictadura fue una continuación y, a la vez, una ruptura de
una tradición. Las revistas más chicas, independientes y subterráneas, con
antecedentes en las publicaciones de rock, dieron una nueva dimensión a la
producción cultural argentina. Gente joven con pasiones e intereses
intelectuales justo en su punto de formación al momento del golpe-individuos
que no se consideraban a sí mismos ni escritores ni intelectuales-veían en
este tipo de revistas una forma rápida, relativamente barata, irregular, una
manera casi accidenta: de difundir su expresión. Con apoyo financiero
precario, algunas revistas utilizaban el mimeógrafo como modo de impresión y
engrampado manual, mientras que otras tenían una presentación más profesional.
Desde las publicaciones de las escuelas secundarias hasta las revistas vanguardistas,
las realistas, las surrealistas, y las rockeras, hay en casi todas ellas una
prolijidad notable. Es sorprendente la falta de errores ortográficos
tipográficos. Quizás este dato dé cuenta del esmerado proceso de lectura y
relectura ante cada nuevo artículo, ante cada frase a ser publicada. A veces
escritas a mano, muchas veces impresas artesanalmente y luego distribuidas
personalmente, estas revistas se diferenciaban en cuestiones de forma, énfasis,
humor y extensión. Para muchas publicaciones, el primer número fue el último.
Sin embargo, casi todas ellas incluían una editorial de bienvenida y
presentación que era, además, un pequeño manifiesto sobre el rol de la revista
durante ese tiempo de emergencia cultural. Sus editoriales concluían con la
frase, "Hasta la próxima... ", una expresión de esperanza más que una
promesa.
Los artículos mezclaban la militancia, la crítica y la
praxis política con la crítica y la reseña estética, dando una insólita
variedad de temas y enfoques entre las distintas publicaciones así como dentro
de una misma revista. Ejemplos de esta afirmación son artículos como
"¿Qué pasa en el cine nacional?" (Boletín Alternativo, n° 2, 1978) Y
"El boom de la cultura en la
España sin Franco" (Contexto, n° 1, enero de 1977);
cuentos inéditos, como "Los que se van" de Enrique Wernicke, escrito
en 1957, que cuenta la desaparición de un grupo de amigos (apareció en Aparte
de punto, n° 1, septiembre de 1979 y luego en Brecha, n° 3, noviembre de 1982);
entrevistas con gente como Luis Gregorich de La Opi nión, el actor Pepe Soriano, y otras figuras
de la cultural oficial; e innumerables ensayos sobre la relación entre el arte,
el intelectual y la cultura. Una revista como Contexto, una publicación oficial
del partido comunista, pretendía que el gobierno militar era un gobierno
legítimo con quien uno podía dialogar. Llamaba a Videla "Señor Presidente"
y practicaba la estrategia de citar a la junta militar para plantear una
especie de discusión entre los gobiernos y la revista misma, como si la
discusión verdadera fuera posible e incluso facilitada por los propios
militares. Otras revistas desarrollaban el lenguaje de denuncia.
Para los escritores, los intelectuales y muchos jóvenes, las
revistas eran un intento por crear un campo colectivo de discusión, por
enfrentar las inquietudes intelectuales de ese momento y de "declarar que
una tradición cultural no estaba muerta," como dice Horacio Tarcus.
“Dijimos, 'Seguimos adelante. Empezamos de nuevo. Continuamos’” dice Tarcus de
la experiencia de la revista cultural Ulises que dirigía cuando tenía
alrededor de veinte años. (4) Puesto que
la censura no siempre trae una lista de prohibiciones explícitas o completas,
la escritura se transformaba en una oportunidad para la experimentación y la
búsqueda de su propio lenguaje creativo y político. (5) El crítico Carlos Brocato, co-fundador y
co-director de las Ediciones La Rosa Blindada , además co-director de la revista
que con ese nombre se había publicado entre 1962-1965, llamó al género de
revistas subterráneas de aquella época "la resistencia molecular" y
lo describió como un intento colectivo de "reconstituir espacias del
tejido cultural fragmentado". (6)
En estos espacios de la cultura, espacios olvidados y abandonados por
los demás, las revistas culturales de la época de la dictadura revelan un mundo
contradictorio aunque vital.
En un editorial de 1980 que anuncia la colaboración de las
revistas Nova Arte (seis números en tres años) y Ulises (tres números desde
1978), los dos jóvenes directores se preguntan cómo se explica el florecimiento
cultural de este tipo de publicaciones en un período de crisis económica,
política y cultural. Tarcus, de Ulises, y Enrique Zattara, de Nova Arte,
escriben en "Hacia una gran revista cultural independiente": ¿Por qué aparecen tantas revistas si la situación es asfixiante?
Porque en los momentos en que más coartados están los medios de expresión, más
necesarios se hacen. Las revistas son la expresión de la crisis, pero también
su negación. Sus deficiencias (mala impresión, falta de regularidad, lagunas)
son la expresión de la crisis; pero sus logros (empezando por su propia
existencia) son su negación? (7)
Esta declaración tan valiente y dialéctica insiste en que
las revistas de la época de la dictadura convivían con una realidad que
buscaba su destrucción. Sin embargo, Tarcus y Zattara anunciaban que no iba a
triunfar una visión totalizadora del mundo
que no permitiera perspectivas múltiples. El gobierno militar que quería
castigar y borrar las raíces de la transformación social no sería capaz de
cerrar los intersticios donde estos mismos impulsos transformadores se
fomentaban.
Irrevocablemente ligadas a las condiciones
económico-político-morales de su época, las revistas de la dictadura son más
que la pura consecuencia sociológica o una simple reacción a fuerzas más
poderosas que las suyas. Son apariciones a veces efímeras pero con un carácter
muy particular que no corresponde a las expectativas sociales. Hay quienes
dicen que es imposible describir la realidad de una situación en el momento en
que ocurre. Y en su ensayo "The Storyteller", hablando de los jóvenes
soldados de la primera guerra mundial, el crítico Walter Benjamin dice que
entre los que deberían ser capaces de narrar la realidad de un evento, un
evento especialmente traumático, hay, contradictoriamente, aún más silencios,
pues son ellos quienes sufren el empobrecimiento de historias y de experiencia.
Los testigos que estuvieron presentes a veces no tienen nada que contar,
mientras que los que no estuvieron se obsesionan con ese pasado y con la
construcción de la verdadera versión de lo que sucedió en su ausencia. Las
revistas de la época de la dictadura figuran y no figuran en estas visiones de
la memoria histórica y colectiva. Por un lado, las revistas mismas son
documentos performativos que atestiguan sobre lo que ocurrió -documentan la
historia de su propio presente-. Se puede leer, por ejemplo, la visión del
futuro y de la duración de la dictadura en la forma misma de las revistas
culturales teóricas: como muchos pensaban que la dictadura iba a durar
bastante, los jóvenes escritores se dedicaban a proyectos que requerían tiempo
y duración en sí mismos -los estudios filosóficos y estéticos- más que a la
militancia política organizadora. Pero en las revistas también se encuentran
los mismos silencios que caracterizaron los años de la dictadura. Ninguna de
las revistas de la dictadura habla directamente de la tortura, los
desaparecidos u otros aspectos del estado de terror. Esas publicaciones son, a
veces, funcionales a la mitificación de la realidad pero a la vez se enfrentan
a ella. Se puede leer en la editorial del segundo número de Cuadernos del
camino del año 1980:
Nos duele e indigna que uno de los slogans de Uruguay sea:
'Venga a ver las películas que nunca verá en Buenos Aires.' Nos duele e
indigna todo lo que se pierde de pensar y de creer por la cruel consecuencia de
esta situación: la autocensura. (8)
Entre la declaración explícita y lo que no puede ser
comunicado hay una pérdida inevitable de pensamiento. Esto es lo que declaran
las editoras de Cuadernos del Camino -que la representación más completa de la
vida verdadera bajo las condiciones de dictadura iba a presentarse tanto en lo
dicho como en lo no dicho, en lo no escrito, en lo no pensado-. Los espacios
negativos -los silencios- también hablan. Dijo Eduardo Galeano cuando cerró la
revista Crisis en julio de 1976, "Cuando las palabras no pueden ser más
dignas que el silencio, más vale callarse." (9)
II . La cucaracha en la biblioteca vaginal: El Teatro
Cucaño, Rosario, 1980
Rosario, Argentina, es donde empezó la biblioteca vaginal,
una ciudad de puntos muertos -fábricas en quiebra, edificios desmoronados,
calles que terminan en los comienzos verdes de la pampa argentina, y grupos
políticos que fueron rápida y completamente destruidos por las fuerzas de la
dictadura-. Viviendo en una ciudad de pocas salidas y en un país que estaba
cerrando cada una de sus puertas al mundo exterior, un muy pequeño grupo de
adolescentes rosarinos se encontró dentro de una biblioteca vaginal e intentó
encontrar una salida. Estos adolescentes emplearon las pocas herramientas y-los
pocos recursos que tenían disponibles, y en el proceso de intentar afirmar su
inquietud y frustración, produjeron un discurso amoroso del que Barthes podría
sentirse orgulloso.
No importa si ellos interpretaron sus acciones como un
discurso amoroso (como Barthes tal vez habría hecho), o como un discurso
furioso hecho de secretos (como ellos tal vez podrían hacer), o como una
colección azarosa de palabras y frases Que por momentos comunicó más inmadurez
que resistencia puntual (como seguramente ellos podrían decir), pero el
lenguaje inventado por este grupo cultural llamado Teatro Cucaño es la mejor
instancia de lo que la biblioteca vaginal fue: por las formas que asumió, por
quiénes trabajaron en ella, y por cómo fue usada. El suyo fue un lenguaje que
por momentos claudicó bajo el peso de sus tiempos, uno que ocasionalmente tuvo
la forma de estallidos de humor tan efímeros que hasta el hablar repetidamente
de ellos parece traicionar lo significativo de esa transitoriedad.
Mucho de lo que el Teatro Cucaño hizo -sus performances
teatrales, que han sido llamadas "intervenciones", o las cartas que
escribieron, o las historietas que imprimieron en los pocos números de sus
revistas- tuvo el propósito de cuestionar la normalidad de la vida cotidiana,
hacer que la gente se detuviera por un instante para preguntarse qué estaba sucediendo.
Tanto para el Teatro Cucaño como para los amantes de los que habla Barthes, las
comunicaciones fueron usadas para producir preguntas y confusión, para
evidenciar que no todo era normal y que algo estaba pasando, incluso sin
siquiera decir qué era lo que efectivamente estaba sucediendo.
Carlos Ghioldi estaba en el secundario durante el golpe de
1976. Tenía quince años y estaba involucrado con el Partido Socialista de los
Trabajadores, estaba casualmente interesado en arte y era un fan del rock and
roll estadounidense y argentino. Con el comienzo de la dictadura, todo lo que
Ghioldi encontraba interesante fue explícita o implícitamente prohibido,
dejándolo a él y a su grupo de amigos con poco que hacer más allá de los
confines sofocantes de la educación estricta del secundario. Ghioldl vivía con
su madre en un barrio de clase trabajadora. Su hermano mayor vivía en Buenos
Aires, un hecho que fue crítico en la formación del Teatro Cucaño. En los
primeros años de la dictadura en Rosario, dice Ghioldi, todo lo que sus amigos
y él querían hacer era imposible o ilegal. "Todo lo que era extraño lo
condenaban por subversivo" me dijo en un café rosarino en 2002. Hablando
con una incredulidad que todavía mantiene, continuó:
Todo estaba prohibido, incluso que las mujeres usaran
pantalones blancos. Tener pelo largo era una ofensa seria... Tantas cosas eran
prohibidas, hoy es difícil de imaginar. No tiene sentido ahora -que por tener
el pelo largo o por besar a tu novia en público pudieras ser arrestado-. El
control que el régimen tenía sobre la sociedad era profundo. (10)
Después de clase, Ghioldi se pasaba las tardes en su casa
con unos pocos amigos, escuchando y tocando música, aunque ninguno de ellos
realmente supiera tocar instrumentos y sólo un par de ellos pudiera leer
música. La casa pronto se convirtió en el lugar oficial de encuentro de un
grupo de cultura no oficial: cuatro o cinco adolescentes (ninguno mayor de
diecisiete años) que empezaron escuchando discos de rock y siguieron hasta
juntar los magros ahorros de los que disponían para ayudar a los amigos que
habían sido detenidos. Hacia 1979, convirtieron sus pasiones autodidactas en la
fundación del Teatro Cucaño.
Ghioldi describe el origen del grupo experimental y cultural
(cuyas actividades iban desde "intervenciones" teatrales, música e
historietas, hasta escribir innumerables ensayos y manifiestos acerca de arte y
artistas independientes) como el producto de una inquietud política y artística
lo suficientemente poderosa como para cruzar las líneas políticas y de clase
que existían entre la gente joven de Rosario. Estos adolescentes estaban más
que aburridos, más que atemorizados y más que angustiados por las limitaciones
impuestas por la dictadura y por lo que estaba sucediendo alrededor -los
arrestos, los secuestros y los rumores de tortura-. Cuando el Teatro Cucaño
comenzó, no era un grupo con un propósito común claramente definido y coherente,
sino un grupo integrado por chicos poco convencionales interesados en lo que
fuera. Estaban influidos por el surrealismo, por ejemplo, pero también lo
detestaban -porque, como ellos dijeron en su revista Acha Acha Cucaracha, el surrealismo
había terminado por naturalizar los tiempos imposibles en que vivían al
pretender criticarlos (11) -. A diferencia de los miembros del Teatro de
Investigaciones Teatrales de Buenos Aires [TIT], que inspiraron al Teatro
Cucaño y con quienes intercambiaron correspondencia regularmente, los Cucaños
empezaron no queriendo ser surrealistas o seguidores leales de Breton, Artaud,
Brecht, o quien fuera. Escribieron que no habían heredado nada de sus aparentes
ancestros, excepto el prospecto de hacer lo que ellos no habían logrado hacer.
Y así un grupo de adolescentes declaró ser el Teatro Cucaño, tomando su nombre
de Kurt Vonnegut y adoptando la cucaracha, la peste prehistórica que se resiste
a morir, como su símbolo. Se declararon artistas independientes activos en un
movimiento de arte independiente. Prometieron estudiar algo por al menos cuatro
horas al día. Se enseñaron a sí mismos a leer francés, a leer música y a tocar
instrumentos.
Estudiaron a Artaud, a Breton y a Brecht. Produjeron
revistas y escribieron largas cartas a nadie en particular contando sus muchos
fracasos como movimiento artístico: su incapacidad por estar de acuerdo entre
ellos, su pereza y su falta de constancias, sus intentos por nombrar líderes
sólo para encontrar que el resto del grupo se resistía a seguir los liderazgos
elegidos. Pasaron más tiempo criticándose a sí mismos, en resumen, que en hacer
una crítica de sus tiempos. Probablemente pasaron más tiempo tocando música que
estudiando-pero también estudiaron más de lo que durmieron.
La primera aparición pública del grupo ocurrió a inicios de
1979 -un concierto en el Centro Cultural Catalán, un lugar que hoy funciona
como café frecuentado por estudiantes y profesores de la Universidad de
Rosario-. Pero al igual que la mayoría de las performances del grupo, el
concierto incluyo más que lo previamente anunciado. Lo que tenían en mente no
era tocar música para una audiencia pasiva que se sentara allí para aplaudir
cuando supuestamente tuviera que aplaudir. En lugar de eso, el Centro Catalán
fue llenado de basura, poco menos que destruido antes que el evento comenzara.
No se les permitió a los asistentes el sentarse o pararse uno cerca del otro,
y en el medio del Centro, los actores del Cucaño construyeron un símbolo
ignominioso de la represión dictatorial: una parada de autobús a la que
llamaron "zona de detención" jugando con el doble sentido de la
frase, debido a la frecuencia con que muchos de los secuestros de la época
sucedían cuando la gente estaba esperando el autobús.
La performance de esa noche presagió el tipo de producciones
que iba a caracterizar al grupo en los años siguientes. Estas performances del
Teatro Cucaño, de acuerdo a las historias que hoy se cuentan acerca de ellas
-historias que todavía circulan en Rosario como una suerte de fantasía mítica-
prescindieron de muchas de las convenciones teatrales tradicionales. La
audiencia era gente que simplemente estaba en la calle cuando los Cucaños
aparecían, o quien quiera que estuviera en la iglesia cuando los Cucaños
atacaban. Muy poca documentación existe hoy acerca de esos eventos -algún
viejo panfleto, una pequeña noticia publicada en el periódico rosarino, unas
pocas fotos-. Pero tal como estas intervenciones han sido descritas por quienes
fueron miembros del grupo, éstas eran generalmente organizadas con el objetivo
de alterar y confrontar los espacios públicos. Los actores, por ejemplo, se
encontraban durante el entreacto en el teatro principal de Rosario y se
peleaban unos con otros. Era una simple travesura, pero el objetivo era
interrumpir la normalidad aparente en un momento en que la historia no era nada
normal. Los Cucaños podían ser tan temerarios como bromistas, arriesgando el
ser arrestados en la entrada de un teatro por el hecho de convertir un entreacto
normal en todo un evento. La suya era una afirmación de no-pertenencia,
dirigida hacia un medio definido por la conducta adecuada, el privilegio de
clase y la complicidad con el terror de Estado. Los transgresores petulantes
eran echados del teatro no sin antes haberse dado unos golpes unos a otros. El
Teatro Cucaño trató de transformar la vida cotidiana en un conjunto de extraños
disturbios.
Varios testimonios coinciden en que su intervención más
lograda tuvo lugar en una misa de domingo. Cinco o seis de los Cucaños fueron
a la iglesia. Hicieron lo que debía hacerse en esas circunstancias: se
vistieron apropiadamente, entraron en silencio y respetuosamente, se sentaron
y esperaron a que la misa comenzara. Cuando eso sucedió, un Cucaño comenzó a
mirar el altar con un par de binoculares, poniendo los ritos cristianos bajo el
microscopio. Otro Cucaño entró a la iglesia vestido en harapos y en una silla
de ruedas, moviéndose torpemente entre los bancos y la gente. Pedía limosna en
una voz demasiado alta para una iglesia -más alta que la de nadie-, con la
excepción de otro Cucaño que, en un confesionario, contaba con lujo de
detalles cuánto se había estado masturbando últimamente. Cuando el sacerdote
ofreció la comunión, uno de los Cucaños tomó la hostia pero la devolvió
vomitando en el sacerdote una mezcla de café y hojas de mate que su madre había
preparado para la ocasión.
La intervención en la misa del domingo no fue una simple performance
sino un desbaratamiento total de los comportamientos normativos en una de las
instituciones más veneradas tanto por la dictadura como por la gente cuya
complicidad alimentaba la existencia del poder dictatorial. Fue como si los
chicos del Teatro Cucaño estuvieran denunciando la hipocresía de aquellos que rezaban
y al mismo tiempo aprobaban las atrocidades del régimen. Esa fue una mañana
jubilosa para los Cucaños, no sólo porque habían denunciado a la dictadura y
todo lo qué ella representaba, sino también porque habían interrumpido la vida
normal por lo menos por un momento. Su intervención fue tanto un acto
adolescente de humor casi chabacano como un esfuerzo por afirmar sus
existencias como individuos no dispuestos a sacrificarlo todo con tal de vivir
tranquila y cómodamente. Se estaban viviendo tiempos extremos: el arte que ese
tiempo demandaba era un arte combativo. En 1980, el Teatro Cucaño comenzó a
intercambiar correspondencia con el TIT de Buenos Aires, con cuyos miembros se
habían contactado a través del hermano mayor de Ghioldi, y de Capdevila. Existen
similitudes sorprendentes entre el Teatro Cucaño y el TIT de Buenos Aires,
desde su capacidad por la innovación desprolija a su interés escéptico pero
creciente por los surrealistas. Pero' el TIT era un grupo más numeroso y mejor
organizado, y la mayoría de sus miembros eran mayores que sus contrapartes
rosarinas. Una diferencia más importante aún tenía que ver con el grado de
acceso que cada grupo tenía a interlocutores y maestros, así como a materiales
de lectura. Los recursos intelectuales, artísticos y políticos del Teatro
Cucaño eran significativamente más limitados que los del TIT y como resultado
su trabajo (sus intervenciones, sus grupos de estudios y los escritos que producían)
era más animado y más emocional mente vívido que los escritos de los miembros
de TIT. De todos modos, ocho meses después de un viaje a Brasil para el
festival de teatro "Alterarte" (también llamado "Viaje sin
Pasaportes", como manera de evidenciar el status de los exiliados y
artistas en casi todo el Cono Sur), Carlos Ghioldi le escribió al TIT
manifestando que el Teatro Cucaño se estaba desmoronando debido a su
aislamiento y su frustración, incapaz de hacer más que elaborar nuevos y más
complejos cursos de estudio:
Luego de meses de hermetismo y a pocas horas de haber
recibido su tercer carta… escribimos, sobre un largo séquito de disculpas... No
obstante esa desesperación, que en la forma llamada Cucaño, sigue en seis o
siete cabezas que perduran en Rosario, otras dan tumbas carneros en Europa,
algunas pierden el pelo y enmudecen en el Sur... Hicimos y deshicimos unos
cuantos proyectos... abrimos y cerramos al instante nuestros talleres de
trasgresión. (12)
Ghioldi añadió que la tarea con que el grupo estaba ocupado
en esos momentos era designar un plan de estudio y análisis que pudiera
"prestar especial atención al discurso epistemológico en la metodología de
confrontar la existencia y su relación práctica con nuestra actividad y
producción." (13) Así continuaba la carta:
[Priorizamos] la profundización de nuestra tarea investigativa
en todos los campos del conocimiento y la sensibilidad de los hombres,
revolucionarios para su capitalización futura... Llevar la dialéctica a todos
los órdenes de la vida-vida actual, abnegada, mutilada por la miseria. (14)
Expuesto de esa manera, el plan del Teatro Cucaño aparece
como laberíntico, abstracto y tan desesperado como el planteo de Ghioldi. Se
lee como si la combatividad explosiva de las performances callejeras del grupo
hubiera sido sustituida por un idealismo hermético aparentemente incapaz de
alterar nada. El comentario de Ghioldi evidencia, además, cómo el Teatro Cucaño
entendía la historia, el presente y el futuro. Jamás, en sus escritos, Ghioldi
u otro Cucaño escriben acerca del pasado excepto en términos de desilusiones a
ser problematizadas en el presente. Y en ningún lugar se menciona el futuro más
que con el propósito de delinear planes de estudio que tal vez nunca pudieran
llegar a concretarse. Al leer la prosa del Teatro Cucaño, uno nunca piensa que
los escritores se imaginaran a sí mismos como portadores del conocimiento
necesario como para hacer predicciones o prescribir el futuro, y sus miradas
hacia atrás en la historia (su historia del surrealismo, por ejemplo) no
parecen mucho más que guías de estudio idiosincráticas a ser leídas por
estudiantes ávidos y básicamente autodidactas.
Es como si los jóvenes del Teatro Cucaño hubieran poseído
una concepción de tiempo definida por la inefabilidad del momento, por la
sensación del instante mismo-ese fragmento de tiempo que puede desestabilizar
el piso bajo los propios pies y condenarlo a uno a toda una vida de
sufrimiento. Estaban muy poco interesados en un futuro que tal vez los
excluyera del mismo modo que lo hacía aquel presente ajeno y definido por otros.
¿Para qué molestarse entonces en pontificar acerca del futuro cuando el
presente no hacía más que destruirlo? Todo lo que los miembros del Teatro
Cucaño podían hacer era robar -libros, la atención de algún transeúnte en la
calle, recuerdos de escritores y artistas que habían vivido mucho antes que
ellos.
El hecho de que el Teatro Cucaño comenzó a existir sin la
intención de convertirse en nada más que una manera creativa de pasar las
tardes y terminó funcionando como un intento serio por contrarrestar las
restricciones y los asaltos de la dictadura, tiene mucho que ver con el plan de
estudio intensivo y de trabajo de Ghioldi. Cada intervención que planearon -un
número mucho mayor de las que al final fueron capaces de instrumentar- fue el
producto de meses de discusión, debate, revisión, desacuerdo y planeamiento.
Entre los papeles que todavía quedan del Cucaño se encuentran mapas, no sólo
de Rosario sino del grupo mismo. Repartidos entre esbozos de cartas,
fotografías y páginas de revistas, se hallan diagramas y cronogramas de
acción, nombres de guerra y listas de miembros y responsabilidades. El Teatro
Cucaño tomó prestada su organización de los trotskistas con que estaban
familiarizados en sus círculos más inmediatos antes de la dictadura. Mirando
los documentos que han sobrevivido, uno entiende por qué los Cucaños se
interesaron por estudiar y planear meticulosamente. Debido al pequeño tamaño de
Rosario y a la fuerza desproporcionada de militares y policía, cada incursión
del Teatro Cucaño en las calles rosarinas era de un riesgo mayor.
Las producciones del Teatro Cucaño fueron rumores más que
obras de arte-de sus huellas materiales, casi todas desaparecieron. La primera
foto del grupo muestra a un grupo ordenado de jóvenes usando máscaras, pero la
foto está sobreexpuesta a tal punto que casi borra las caras de quienes están
en ella, haciendo casi imposible su reproducción. Lo que queda es una imagen
deteriorada que incluso en ese estado se las arregla para capturar el carácter
efímero y azaroso que caracterizó a las actividades del grupo y a su sentido de
sí mismo. Los Cucaños tomaban notas que generalmente destruían o simplemente
perdían. No imprimieron panfletos antes de la mayoría de sus intervenciones,
prefiriendo el elemento sorpresa para anunciar performances que podrían ser
canceladas, censuradas o miradas muy de cerca por la policía (produjeron
anuncios de la existencia del grupo, pero eso fue todo). El público de sus
performances generalmente no se daba cuenta de su carácter de espectadores, y
menos de quién o qué estaban mirando. El Teatro Cucaño, de hecho, se apropió de
la política de ver-o no ver-que la dictadura misma había tratado de imponer en
muchos argentinos. Su presencia fue furtiva y ostentosa al mismo tiempo, de la
misma forma en que los métodos de secuestro y arresto en la dictadura eran
tanto secretos como hechos para ser efectivamente vistos. Sus intervenciones
intentaron fomentar el ethos del "ahora-lo-ves-ahora-no-lo-ves" con
el propósito de efectivamente mostrar que algo estaba pasando. Tal vez se
trataba de una simple instalación artística realizada por adolescentes. Tal
vez un estudiante estaba realmente siendo reprimido por la policía. El Teatro
Cucaño tenía como intención el hacer visible que alga estaba pasando en los
espacios donde actualizaban sus intervenciones.
Hacer esto en una ciudad donde la estación de policía/prisión
alojaba a amigos, hermanas, hermanos, primeros novios y novias de los Cucaños,
significaba, de todos modos, algo diferente a simplemente declarar que algo
estaba pasando. Afirmar, incluso de manera indirecta, que algo había pasado
implicó el ejercicio de una agenda invisible pero palpable, no muy diferente a
la de las maquinaciones cotidianas del terror perpetrado por las fuerzas de la"
dictadura. A través de sus intervenciones, el Teatro Cucaño realizó
operaciones de no ver y de olvidar que eran similares al control que la
dictadura tenía sobre las maneras en las que se vivía o sobrevivía a diario.
Sus intervenciones parecían sugerir que, de la misma manera que los actos de
violencia no parecían ser reflejados en la conciencia de la gente o en los
registros oficiales, ellos también serían olvidados. Sus actos -demasiado
extraños, demasiado breves, demasiado abruptos- tal vez también terminarían por
no ser parte de la memoria cultural, la identidad, la historia de Rosario o de
Argentina.
No es que no existan registros de todo lo que pasó durante
la dictadura, pero lo cierto es que mucha más energía y tiempo han sido
dedicados a averiguar lo que sucedió en las prisiones secretas de la dictadura
que a documentar encuentros secretos entre adolescentes inquietos o
intelectuales atemorizados. No ha habido arqueólogos forenses enviados a
Rosario para investigar las actividades de oscuros grupos de teatro, aunque
algunos investigadores sí han ido. Sólo cuando ese otro cuerpo de conocimiento
haya sido adecuadamente reconstruido -¿quiénes fueron asesinados? ¿cómo, cuándo
y por quién? todas las preguntas que todavía son parte de la vida argentina-
será posible hacer preguntas más concretas acerca de las actividades de los
sobrevivientes. Sólo entonces, y tal vez ese entonces sea ahora, será posible
investigar el período de la dictadura desde el punto de vista de lo que fue
hecho en lugar de lo que fue destruido. Incluso entonces, yeso tal vez sea
ahora, la historia de Teatro Cucaño será una historia difícil de construir.
Hay algunas huellas de su existencia. Pero la mayoría de los
materiales que sobreviven fue recogida de manera no sistemática por miembros
del grupo, dispersos entre ellos, dejados a un lado en sótanos y armarios.
Muchos años después del fin no oficial del grupo en 1983, unos pocos miembros
fundadores se encontraron en Rosario para hablar acerca de lo que habían hecho
cuando tenían quince, dieciséis, diecisiete años. Grabaron sus conversaciones,
esperando que ese registro tuviera una vida más larga que el trabajo que habían
hecho en su momento. Querían rectificar, al menos parcialmente, la ausencia de
documentos que certificaran quiénes habían sido y qué habían hecho. En esa
conversación, Carlos Ghioldi, Guillermo Giamprieto, Mariano Guzmán y Osvaldo
Aguirre contaron sus diferentes versiones de lo que había pasado, pero el
ejercicio no pareció más que una serie de anécdotas mezcladas con el ruido de
fondo de unos chicos que jugaban cerca.
El impulso por documentar retrospectivamente lo que hicieron
habla tanto del carácter efímero del grupo como de su longevidad mítica. Hoy,
muchos ex miembros consideran al Teatro Cucaño como su experiencia más
formativa. Ghioldi, quien trabaja como activista y dirige un centro cultural y
mercado colectivo, es pálido y delgado. Todavía parece lo que dicen que parecía
a los quince años: un ángel muerto. Mariano Guzmán, un músico y artista independiente,
mantiene un sitio web que historiza entre otras cosas la historia del Teatro
Cucaño y su producción.
Después de la dictadura, Guzmán fue uno de los pocos Cucaños
que trató de mantener al grupo activo, aunque la mayoría de sus participantes
perdió interés cuando empezó a ser posible ser políticamente activo de manera
abierta. Guzmán continuó planeando intervenciones, entrando intempestivamente
en uno de los cafés literarios de Rosario en 1984 vestido como un nazi y
esgrimiendo un rifle falso. Osvaldo Aguirre, un hombre pequeño, y quien fuera
el Cucaño más joven, es hoy un periodista en Rosario y un poeta exitoso. En
1998 escribió un artículo en el principal periódico rosarino acerca del Teatro
Cucaño. Entre la gente joven que actualmente vive en Rosario, el Teatro Cucaño
es algo que conocen de nombre, aún cuando ese conocimiento sea vago. En tanto
activista local en una pequeña comunidad, Ghioldi es conocido como el fundador
del Teatro Cucaño. Un grupo de jóvenes escritores en Rosario recientemente
dedicaron un número de su revista, Señales Hoguera, a reconstruir la historia
del grupo.
Pero, en general, el Teatro Cucaño sigue siendo desconocido.
No ocupa un lugar en la memoria pública de la dictadura, siendo su
invisibilidad incluso mayor que la de otros proyectos culturales relativamente
oscuros de la época. No ha habido una biblioteca que coleccionara los
materiales del grupo, ni referencias al mismo en los pocos libros que existen
acerca del arte de vanguardia en Rosario o en Argentina. Nunca es mencionado
en los muchos estudios que existen acerca del teatro argentino durante el
período dictatorial. Fue por casualidad, suerte, y la generosidad de extraños
que yo, una investigadora extranjera haciendo preguntas acerca de actividades
culturales oscuras en los rincones más escondidos durante el más oscuro de los
períodos, encontré al Teatro Cucaño. Los restos del Teatro Cucaño y su historia
residen en los recesos de la biblioteca vaginal donde fueron hechos por primera
vez, una biblioteca donde los contenidos están en riesgo constante de
desintegrarse, donde pocos saben qué y cómo mirar. Es una biblioteca que no
existe.
* Quisiera transmitir mis agradecimientos a Osvaldo Aguirre, Roberto BarandaJla, Lila Caimari, Lina Capdevila, Karina Flomenbaum, Sandra Flomenbaum, Carlos Ghioldi, Mariano Guzmán, Pablo Kovalovsky, Beatriz Sarlo, Darío Schvarzstein, Raúl Solezzi, Horacio Tarcus y Laura Vilariño.
Notas
1. Jacques
Derrida, Archive Fever: A Freudian Impression, Chicago, University 01 Chicago
Press, 1995, 11.
2. Entrevista con la autora, 16 octubre 2002, Buenos Aires.
3. Sus miembros incluían: Nova Arte (1978-1980), Enrique
Zattara, director; Arte y Cultura (1978-1979), Miguel A. Ferreira, director;
Cuadernos del camino (1979-1980), Móníca Guistina, directora; Expreso
Imaginario (1976-1983), Jorge Pistocchi, director; Ayesha (año desconocido),
Alejandro Margulis, director; Ulises (1978.1980), Horacio Tarcus, director,
Suburbio, Antonio J. González y Horacio Ramos, directores; y muchas más.
4. Conversación de la autora con Horacio Tarcus, Buenos
Aires, 20 abril 2002.
5. Ibid.
6. Carlos Brocato, El exilio es nuestro, los mitos y los
héroes argentinos ¿Una sociedad que no se sincera?, Buenos Aires,
Sudamericana/Planeta, 1986, p. 162.
7. Horacio Tarcus y Eorique Zattara, "Hacia una gran
revista cultural independiente", en Nova Arte n° 6, 1980, p. 36.
8. "Editorial", en Cuadernos del camino n° 2,1980,
p. 3.
9. Eduardo Galeano, "Crisis, o cómo matar una
revista", en Argentina: Cómo matar la cultura, Madrid, Revolución, 1981,
p. 77.
10. Entrevista de la autora, Rosario, Argentina, 31 Julio
2002.
11. "Romper con todo lo que se ha hecho en el
arte", en Teatro Cucaño Acha acha
cucaracha n° O (sin fecha), p. 2.
12. Carlos Ghioldi, "Carta a Compañeros del TIT",
14 Mayo 1982, p. 1.
13. Ghioldi. p. 1.
14. Ghioldi, p. 1