Demasiados héroes











Laura   Restrepo






Extractos de “Demasiados héroes”, novela de Laura Restrepo, editada por Alfaguara en el año 2009.






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La escritora colombiana vivió en Argentina durante los años de la dictadura; tres años en Buenos Aires y uno en Córdoba, ciudad en la que nació su hijo Pedro. Durante todo ese tiempo fue militante del PST. Esta novela tiene una fuerte carga autobiográfica con esa época como trasfondo. Laura Restrepo y su hijo Pedro aparecen en la novela bajo los nombres de Lorenza y Mateo. Uno de los personajes centrales, llamado Ramón, alias Forcás, en el libro, refiere a su compañero afectivo y padre de su hijo, Rubén Saboulard, alias el Mujik. Como dato adicional, podemos agregar que Rubén Saboulard era parte durante esa época de la dirección nacional del PST, y en tal carácter era el encargado de mantener las relaciones con los militantes del partido que formaban parte de la revista Propuesta.


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Lorenza llevó a Mateo a pasear por Puerto Madero, a la orilla del río, un lugar de moda, iluminado y resplandeciente, lleno de gente, de cafés y restaurantes. Le contó que antes aquello había sido el puerto, el puerto de Buenos Aires, y que ahí había tenido ella reuniones clandestinas con los estibadores.

–Quiénes eran los estibadores.

–Los que cargaban y descargaban buques; bueno, los buques que todavía llegaban, de vez en cuando. Por aquí mismo, donde estamos ahora, por aquí más o menos, entre un cablerío revuelto y un poco de canecas rotas, por aquí nos reuníamos.

Por aquel entonces, el puerto había quedado reducido a un lugar fantasmagórico, casi abandonado, y los docks estaban medio vacíos. Ella le explicó al hijo que se llamaban docks, o depósitos, esas construcciones de ladrillo rojo que veían alrededor, ahora transformadas en grandes restaurantes. La dársena que ella había frecuentado era poco más que un cementerio de grúas, de carcasas inservibles, de cajas de madera por ahí tiradas; sombras de esa Argentina rica y exportadora que había dado en llamarse a sí misma el granero del mundo. Ahí se encontraba Lorenza con ellos, con los estibadores, entre los fierros oxidados y la bruma que venía del río.

Por lo general eran seis o siete, medio desocupados y en desuso ellos también, y la esperaban enfundados en sus camperas gruesas, oscuras, con las manos hundidas en los bolsillos. Allí mismo hacían la reunión.

–Y si los pillaban reunidos y hablando de esas cosas, ¿no los desaparecían, o algo así?

–Algo así. Pero para que no nos pillaran estaba el minuto: un asadito. Para quien pasara por ahí y nos viera, no estábamos haciendo más que un asadito.

–Ustedes se hacían los que comían...

–Comíamos de verdad. Organizábamos unas brasas, encima colocábamos una reja y ahí poníamos a asar unos chorizos que nos comíamos con pan y vino ordinario. Mientras tanto conversábamos en voz baja sobre lo que estaba sucediendo, sobre lo que la prensa callaba. Ellos nos contaban su tragedia y nosotros les contábamos la nuestra. Mejor dicho, conspirábamos.

–Así que eso es conspirar. Y qué daño podía hacerles a los de la Junta Militar que ustedes estuvieran ahí escondidos, comiendo chorizo y hablando mal de ellos.

–Bastante daño, aunque no lo creas. La dictadura necesitaba del silencio como tú del aire, el solo hecho
de juntarse para conversar de ciertas cosas era de por sí una manera de resistir.

–De qué conversaban.

–Les informábamos sobre los chupaderos, por ejemplo, unos pudrideros donde los militares torturaban y asesinaban sin que se enterara la opinión pública. O les pasábamos noticias frescas de la insurrección contra Somoza, en Nicaragua. De eso la prensa no decía nada, y era lo que a los estibadores más les gustaba escuchar. Me decían, cuentenós, compañera, ¿avanzan los sandinistas? Les parecía increíble que fuera posible sacarse de encima a los tiranos, que en otra parte del mundo la gente se hubiera insurreccionado contra la tiranía y la hubiera derrocado. Algunos hasta me daban algo de dinero, tome, me decían, esto es para que les haga llegar a ellos, a los que están peleando allá, en Nicaragua.

–Pues sí, muy bien. Pero no sé, Lolé, de todas maneras no me parece tan útil.

–Difícil medir qué tan útil era eso que hacíamos. A lo mejor tienes razón. Claro que aparte de ser extranjera yo era militante de base, ten eso en cuenta. De la puta base, como decíamos. Yo me movía al detal, y supongo que los de la dirección se movían al por mayor. Además teníamos dirigentes obreros que sí estaban en lo fino, en la mera boca del lobo, bregando a serrucharle las patas a la dictadura desde los sindicatos. De todas maneras el asunto era infinitamente complicado, infinitamente infinitesimal.

Cada mes el partido sacaba un periódico clandestino, en una imprenta clandestina, con mucho riesgo y una cadena interminable de dificultades. Lo distribuían uno por uno, dedicándole varias horas a la tarea: le quitaban el celofán a una cajetilla de cigarrillos, la abrían por abajo, la vaciaban, enrollaban cada una de las ocho páginas del periódico hasta que quedaba del tamaño de un cigarrillo, llenaban la mitad de la cajetilla con cigarrillos falsos y la otra mitad con verdaderos, la cerraban y volvían a colocar el celofán. Era un viejo truco de vendedores de marihuana que ellos habían copiado para burlar la represión. Un periódico por vez, para un solo contacto, con frecuencia teniendo que atravesar la ciudad para entregárselo.

–Esas ocho páginas que imprimíamos eran un buen poco de palabras, Mateo, ¿te das cuenta? Palabras, que tanto escaseaban. Haz de cuenta el delivery boy de la pizzería, ring, ring, mándenos una de mozzarella con anchoas, y hasta allá íbamos con nuestro periódico, llueva, truene o relampaguee, y a lo mejor no decía gran cosa y llegaba frío y mojado, pero allá íbamos.

–El cuento del periódico está bueno, pero el de la bruma sí es invento tuyo, eso de que los estibadores te esperaban entre la bruma.

–Claro que había bruma. Todavía debe haber. Dentro de un rato vas a ver cómo sube.


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Por los días en que Aurelia conoció a Forcás, conoció también a Lucía, una compañera del partido que cargaba con una tragedia a cuestas. Unos años atrás, cuatro días después del golpe militar, le habían desaparecido al marido, que había sido militante igual que ella, pero más de lejos porque la política no era lo suyo. Se llamaba Horacio Rasmilovich y le decían Pipermín, o el Piper, y aunque Aurelia nunca lo conoció personalmente, fue conociéndolo a través de Lucía, poco a poco, a partir de lo que ella iba soltando. El Piper trabajaba como traductor del portugués al español, o sea que mucho trabajo no le caía y él encantado de que así fuera porque podía dedicarse a su verdadera pasión, leer libros de historia, en particular sobre la Primera Guerra Mundial. Nunca le quedó claro a Lucía si a su marido lo secuestraron porque lo confundieron con otro, o porque lo traían entre ojos, o porque a quien en realidad andaban buscando era a ella, y al no encontrarla le habían echado mano a él.

Esta última posibilidad la enloquecía, no podía dejar de pensar en ese cambalache mortal, se lo habrían llevado a él en vez de a ella.

–Es parte del tormento, Mateo –quiso explicarle Lorenza–. Como los tiranos y los torturadores no dan la cara, las víctimas acaban culpabilizándose a sí mismas. De nada valía repetirle a Lucía que no cayera en la crueldad de ese juego, que bastante tenía ya con el dolor de la pérdida como para sumarle la agonía de la culpa.

Lo único que Lucía sabía con certeza, porque se lo había contado una vecina que presenció la escena desde la ventana, era que al Piper lo habían sacado de su casa con los ojos vendados, las manos amarradas atrás y la cabeza bañada en sangre. Y que gritaba algo, algo que quería que se escuchara, aunque le pegaban para que se callara. La vecina lo había visto gritar pero no supo decirle a Lucía cuáles habían sido sus palabras, se disculpó con ella, le explicó que tenía la ventana cerrada, que el miedo tapa los oídos, que en ese momento los de obras públicas taladraban el asfalto. De ahí en adelante Lucía no paró de preguntarse cuáles habrían sido esas últimas palabras del Piper que el ruido de la calle se había tragado, qué mensaje le habría querido enviar, quizá alguna pista que hiciera posible la tarea de encontrarlo.

–Y qué crees tú que gritaba el Piper, Lolé, yo también quisiera saber –dijo Mateo.

–Por lo general los secuestrados salían gritando su propio nombre. Para que al menos hubiera testigos, alguien en la calle que se enterara de lo que estaba pa-sando y pudiera denunciar la desaparición.

–O sea que el Piper salió gritando ¡Yo soy el Piper, o soy el Piper, me están secuestrando!

–Gritaría más bien soy Horacio Rasmilovich, su verdadero nombre.

A partir de ese momento Lucía no volvió a saber nada de él, como si se lo hubiera tragado la tierra, y tanto ella como su suegra le dedicaron todos sus días y todas sus horas a buscarlo, a denunciar su secuestro ante cuanto organismo internacional tenían a su alcance, a preguntarlo en los juzgados de instrucción militar, en el Estado Mayor del Ejército, en la Casa de Gobierno. Iban juntas al arzobispado y a las sedes de redacción de los diarios sin separarse la una de la otra ni de día ni de noche, tanto que Lucía cerró su departamento y se fue a vivir a casa de su suegra.

Se apoyaban mutuamente en su pena y mantenían una relación monotemática, a todas horas hablando del Piper, recordándolo, llorándolo, planeando estrategias para dar con él, y así año tras año, sin dejar que el paso del tiempo debilitara su empeño, al contrario, cada vez más obstinadas, más desafiantes, desfilando to-dos los jueves con las Madres de Plaza de Mayo.

–O sea esta plaza, Mateo, donde te he traído por-que quiero que la conozcas –le dijo Lorenza, los dos parados al lado del obelisco erigido en el centro–. Quiero que sepas que aquí fue donde empezó a caer la dictadura, por el empujón que le pegaron las Madres. Justo en esta plaza, donde estamos parados: aquí se juntaban los jueves unas señoras con pañuelos blancos en la cabeza y daban vueltas en silencio alrededor de este obelisco, exigiendo la aparición con vida de sus hijos. ¿Te imaginas el valor, Mateo? En esos tiempos terribles, ellas se atrevían. Y lo hacían aquí, ante la propia Casa de Gobierno, que es esa que tienes al frente. Ellas marchaban aquí, con los ojos de los asesinos puestos encima y ante la indiferencia o el temor de la mayoría de la gente.

Entre las madres marchaban Lucía y su suegra, llevando a sol y a lluvia la foto del Piper en un cartelón, su rostro afable de lentes gruesos, tan acorde con su oficio de traductor, y que en cambio no concordaba para nada con las letras rojas que en el cartel lo señalaban como desaparecido. Ahí iban ellas, como carne de cañón, levantándose antes del amanecer para hacer fila desde temprano ante los despachos gubernamentales, Lucía y su suegra encapsuladas en su dolor, apartadas del mundo, únicas habitantes de un planeta perdido y llamado Piper. Todas las veces que Aurelia se vio con Lucía, por actividades que compartían en el partido, la escuchó hablar de su marido con un amor y una devoción conmovedores. Al parecer su vida de casados había sido muy feliz; ella lo describía como un hombre tímido y retraído pero afectuoso, de humor fino y vida interior intensa. Era muy bonita, la Lucía, alta y espigada y con una estupenda cara angulosa, y Aurelia sabía, porque no faltó quien se lo confesara, que a más de un compañero le hubiera encantado acercarse a ella, invitarla a salir así fuera al cine, trabar amistad con ella, acompañarla en su calamidad. Pero desde luego ninguno se había atrevido; ante su fidelidad incondicional a la memoria del Piper, cualquier intento de ese tipo hubiera sido una profanación.

Era casi seguro que a esas alturas el Piper ya estaría muerto, inclusive había indicios de que así era, como el testimonio de otro prisionero que lo había visto horriblemente torturado en cierto antro de reclusión y que no creía que en ese estado hubiera podido sobrevivir. Esa posibilidad, desde luego, a Lucía no se le podía mencionar siquiera, para ella estaba clarísimo que el Piper seguía vivo y que si ella no cejaba en su esfuerzo por recuperarlo, tarde o temprano lo iba a lograr. Lorenza le confesó a Mateo que pese al respeto enorme que le había tenido a Lucía y a la compasión por su situación, no había dejado de percibir el toque de delirio que había en su obsesión, que por lo demás compartía plenamente con su suegra, hasta el punto de que entre las dos mantenían intactas las cosas de él, su sillón preferido, su libro de historia abierto en la página que es-taba leyendo cuando lo agarraron, su ropa lavada y planchada entre el armario. Todo eso lo sabía Aurelia porque se lo había contado la propia Lucía. Le había dicho que tenía que ser así, porque cualquier día el Piper podía volver. Fieles a esa convicción, ni ella ni su suegra se alejaban de la ciudad ni los fines de semana, ni los días de fiesta, ni en las vacaciones, porque qué tal que justo en ese momento lo entregaran, qué tal que apareciera, o que apareciera alguien que pudiera darles una pista, alguien que supiera algo, qué tal que por descuido dejaran pasar alguna señal, así fuera la más leve.

En realidad nada más comprensible, le comentó Lorenza a Mateo. La muerte de un ser amado es cosa atroz, pero al fin y al cabo cerrada, concluida, sin vueltas hacia atrás ni hacia adelante. En cambio su desaparición es una puerta abierta hacia la eterna expectativa, hacia la no respuesta, la incertidumbre, lo fantasmagórico, y no hay cabeza ni corazón humanos que puedan sufrirla sin acercarse en mayor o menor medida al delirio.

–Yo sé –le respondió Mateo–. Uno inventa cosas, se va dando explicaciones cada vez más locas; a mí me pasa con Ramón. Ramón es mi fantasma. Si lo hubieran desaparecido los dictadores, como al Piper, yo al menos tendría a quien echarle la culpa.

Todo era una atrocidad, empezando por el propio nombre, desaparecidos. En vez de secuestrados, o torturados, o asesinados, los bautizaron desaparecidos, como si por sí solos se hubieran esfumado, por culpa de nadie, o quizá por culpa de ellos mismos, de su propia naturaleza volátil. La dictadura primero desaparecía a la gente y después negaba que hubiera desaparecidos, y así des-aparecía hasta a los desaparecidos. Como un brutal truco de magia.

–Ahora lo ves, ahora ya no. Ahora está aquí, ahora desapareció –dijo Mateo.

Esa era la condición del Piper cuando Aurelia dejó de ver a Lucía. Como era tan estricta la compartimentación en el partido, una vez que se rompía el contacto con alguien ese alguien se te perdía, como un anillo entre el mar. Y así le había sucedido con Lucía.

Pasó el tiempo, Lorenza se fue de Argentina y siguió adelante con su vida, cayó la Junta Militar y unos cuantos años después, en una cena en Nueva York, le presentaron a un oncólogo argentino que había sido simpatizante de Montoneros, y conversando con él, preguntándole sobre su propia experiencia durante la época de la dictadura, descubrió que la madre del Piper había sido su paciente, y además amiga por viejos vínculos familiares. Enseguida Lorenza quiso saber de Lucía, ¿seguiría esperando al Piper?

–Lo sigue buscando, sí –le había contado el oncólogo–, sin tanta convicción como antes, pero todavía vive en casa de su suegra, pese a que la señora ya murió, y hasta donde yo sé, no ha querido tener relaciones sentimentales con ningún otro. En el fondo de su alma, sigue esperándolo.

Algo comentó Lorenza entonces, sobre lo feliz que había sido el matrimonio de ellos dos, algo así, y el médico la miró sorprendido.

–Cómo, ¿no sabés? –le preguntó.

–Qué cosa.

–Lucía y el Piper estaban separados cuando a él lo secuestraron –le dijo el médico–, hacía por lo menos año y medio se habían separado. Él andaba ya con otra, ella andaba ya con otro... Cuando el secuestro de él, esa relación ya era cosa del pasado...


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Cierto mediodía, Lorenza había quedado de encontrarse con Forcás en un lugar llamado Banchero, por los rumbos de Primera Junta. Disponían apenas de una hora para estar juntos y él la había invitado a esa pizzería, que ella no conocía, porque según dijo allí hacían una fugazza de primera que tenía que probar. Pero ella iba tarde a la cita, para variar se había confundido de calle, por exceso de celo había caminado más de lo debido y tuvo que dar marcha atrás, convencida de que ya no llegaría a tiempo. Forcás iba a pararse y a largarse, como tenía que ser. Los diez minutos de espera permitida se iban agotando y de repente lo vio, cuando no se lo esperaba y donde no se lo esperaba, pero era él, Forcás, ahí estaba sentado a una mesa, de camisa blanca, tras la vidriera de un restaurante que no era el acordado. Aurelia miró hacia arriba y leyó el nombre del local; decía Banchero. Entonces debe ser Banchero, pensó, mire no más. Hacía un rato le había pasado por enfrente sin darse cuenta y había seguido de largo.

Él se veía muy guapo con su camisa blanca pero andaba de malas pulgas, a lo mejor debido a la demora de ella, o quizá porque había pedido dos Quilmes bien frías para tenerlas listas sobre la mesa y cuando ella llegó ya no estaban tan frías, además Aurelia le dijo que prefería una Pepsi porque no tomaba cerveza y para rematar no quiso la fugazza que él tanto insistía en que probara y en cambio pidió una pizza calabresa chica, vaya a saber cuál de las anteriores era la razón, lo cierto es que el encuentro no estaba saliendo tan bien como otras veces, había por el contrario un des-temple notorio y el tiempo corría, la hora disponible se iba agotando y ella hacía fuerza para que la cosa se corrigiera sobre la marcha. Pero Forcás hablaba poco y no quitaba los ojos de un televisor que los dueños de la pizzería habían instalado en una esquina para que su clientela pudiera ver los partidos del Mundial de Fútbol, que ese año se estaba jugando en la propia Argentina.

La selección local contaba con jugadores de la talla de Kempes, Passarella, Fillol y Ardiles y el país entero celebraba sus golazos con grandes fiestas callejeras. Pero los dictadores también celebraban, esa era la joda, que los dictadores también celebraban, aparatosamente, a los abrazos, saliendo a los balcones a saludar a la muchedumbre tras cada anotación, orgullosos como pavos, paternales y populacheros, como si a su Gobierno hubiera que agradecerle los triunfos en la cancha. Con el Mundial, la Junta Militar estaba metiendo su mejor gol: gracias al fútbol se lavaba olímpicamente la cara y la exhibía ante el planeta recién afeitada, pulcra, libre de polvo y paja, limpia de sangre. Si en el extranjero existían dudas o corría la alarma sobre lo que estaba sucediendo en la Argentina, ahora todo el mundo bien podía tranquilizarse ante el espectáculo de un pueblo que se volcaba eufórico a la calle a celebrar codo a codo con los militares las victorias de un equipo fenomenal. Los generales se habían metido entre el bolsillo a una raza local que hervía en orgullo patriótico y a unos corresponsales internacionales que alababan a los cuatro vientos el clima amistoso y el buen espíritu deportivo que reinaba en el país. Tal era el entusiasmo colectivo que daba la impresión de que ese día, a esa hora, en ese preciso instante, la dictadura estaba llegando a su apogeo. A su punto cumbre, su consagración, su justificación histórica.

–Estos hijos de puta quieren tapar los muertos con goles –maldecía Forcás en voz baja, y chupaba con furia sus Particulares–, qué hijos de puta, han hecho que hasta el fútbol se nos vuelva amargo.

Como parte de la lavada de cara del régimen, a sus voceros les había dado por atacar la arraigada tradición argentina de arrojar papel picado a la cancha durante los partidos. Con el argumento de que eso era grosero y dañaba la imagen, habían montado una campaña sistemática para intimidar a la hinchada e impedir que siguiera tirando papelitos. Pero todos los días Clemente, un pajarraco irreverente y demente que era el personaje central de una muy popular tira cómica, incitaba a la desobediencia desde las páginas del Clarín, asomándose tras el marco de los cuadros de su historieta para arrojar papelitos hacia el lector. Y pasó que aún no había terminado Forcás su fugazza ni Aurelia su calabresa cuando vieron por el televisor cómo una prodigiosa lluvia de miles de millones de pedacitos de papel blanco empezaba a descender sobre la cancha, incontenible y lenta, inundando el estadio y estallando en la pantalla. Victoria de Clemente, hubieran gritado ellos, de haber podido hacerlo.

La gente se había atrevido a tirar los papelitos, a cometer abiertamente un desacato, así fuera uno inocente y espontáneo, más festivo que otra cosa, en realidad casi nada. Pero en medio de esos días de pánico y sometimiento, aquello quizá fuera una señal. Un mínimo e imperceptible primer indicio de que al llegar al punto más alto, el péndulo empezaba a retroceder.

Al menos así debieron intuirlo ellos dos, porque ante esa fantástica nube de papel picado se abrazaron emocionados, como queriendo celebrar.

Poco después de eso dejaron de verse. Así, de buenas a primeras, a la salida de un cine. En un repentino cruce de palabras, pasaron de las nubes al suelazo, del amor eterno a la nada, rien de rien, c’est fini, hasta nunca, cero pollos. Él le confesó que tenía otro amor, una relación de más de cinco años, y ella le contó que había dejado un novio en Madrid. Nada que hacer, no era posible desfacer el entuerto, ninguno de los dos estaba dispuesto a romper por el otro lado, así que vinieron meses de ausencia y ansiosa agonía. De dolor de tripas, de corazón, de cabeza: el castigo desmedido que es el desamor, esa pequeña muerte.


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–¿Te caía bien Azucena? –quiso saber Mateo.

–Olía a galletita.

Azucena, la novia de Miche, trabajaba en Bagley, una fábrica de galletas que quedaba al sur de la ciudad, sobre la avenida Montes de Oca, por Barracas. Su oficio consistía en sacar galletitas del horno, saque y saque del horno bandejas y bandejas de galletas, expuesta a altas temperaturas y sudando a chorros, hasta que el olor se le metía en la piel y le impregnaba el pelo. Al final de la jornada se bañaba en las duchas de la fábrica con agua caliente, frotándose con jabón y champú, pero ni por esas lograba sacarse de encima ese olor dulce y penetrante.

–Llegaba a casa oliendo divino, a canela con mantequilla y harina.

Lorenza la recuerda sentada en un taburete, en el patio de Coronda, tratando de pintarse las uñas de los pies de rojo oscuro, con algodones entre dedo y dedo y angustiada por no poder dar en el blanco con el pincelito del esmalte.

–He debido ayudarle a pintárselas, quién sabe por qué no lo hice –dijo Lorenza–. En realidad no era fácil acercarse a ella. Era una muchacha tensa, de movimientos eléctricos, como si estuviera en corto circuito por dentro. Tal vez traía el pulso alterado después de todo el día trajinando en la fábrica, o tal vez su enfermedad influía en eso de que no le atinara a las uñas con el esmalte.

La personalidad de Azucena había sido un misterio para Aurelia hasta que el Miche le confesó, en secreto, que le compraba pastillas de Epamín, para evitarle las convulsiones. ¿Epilepsia? Miche había dicho que sí, que una forma leve de epilepsia.

–Cómo eran –preguntó Mateo.

–Qué cosa.

–Las convulsiones que le daban a Azucena.

–Nunca la vi en esas. Era delgada, de buen cuerpo; yo diría que bonita si no se hubiera peinado un poco a lo Betty Boop, ni se hubiera depilado las cejas hasta casi borrárselas. Con todo y eso era bonita, pero tenía la mirada rara, afiebrada.

Aunque al principio decía que de política no quería saber nada, Azucena terminó presentándole un par de compañeras de Bagley, y así empezó Aurelia a abrir trabajo político en el sector de la alimentación. Y aun-que luego Azucena se hizo a un lado, esas dos obreras le presentaron a otra, y esa a otra más, y también a alguna de Terrabusi y de Canale, las otras dos fábricas tradicionales de galletas, y así fue conformándose el grupito. Para no ventilar nombres propios, ellas mis-mas decidieron que se harían llamar según la galleta que les correspondía en la línea de producción, y una fue Criollita, la otra Sonrisa, Sonrisa Dos, Tentación, Merengada, Rumba, Melliza Uno, Melliza Dos, y hasta una Melliza Tres llegó a haber en el mejor momento.

–Buenos nombres de guerra –dijo Mateo–. Me gustaría estar en una célula subversiva con Sonrisa, Rumba y Merengada.

Las chicas tardaban por lo menos una hora entre el silbato que anunciaba el fin de su turno, y el momento en que hacían su aparición en El Chino, un barcito canalla que quedaba a unas cuadras de Bagley, donde los lunes y los jueves las esperaba Aurelia para la reunión clandestina del equipo. Llegaban ya sin delantal gris ni gorra plástica, recién bañadas, el pelo cepillado al blower, maquilladas con esmero, de jeans ceñidos y tacones altos. Con el minuto de que iban a juntarse para ver «Amor gitano», la telenovela en furor por entonces, llevaban a Aurelia a alguna de las habitaciones que compartían en los conventillos de Barracas.

–Piso de madera que crujía, camas sencillas con colchas de floretones, una hornalla, un televisor de buen tamaño y una gran foto de Evita en el lugar más visible –le dijo Lorenza a Mateo– cosa más, cosa menos, esos eran sus tesoros.

La foto de Evita no podía faltar, con flores de plástico o velas encendidas, mejor dicho el altar a Eva Perón, muerta hacía tanto pero todavía entronizada. Ya iba entendiendo Aurelia a quién se parecían estas chicas, como quién se vestían, se movían y conversaban, como quién iban a ser, si no como Evita, peripuesta y estremecida de patria, dispuesta a ser mártir si tal cosa fuera necesaria. Si Evita viviera habría sido obrera, por Evita y bajo su amparo las nenas de Bagley se le median a lo que fuera, se atrevían contra quien se les pusiera delante, empezando por los concha tu madre de la dictadura, como decían ellas: estos hijos de puta milicos de mierda, la puta madre que los remil parió.

–Pero tú no eras peronista –dijo Mateo.

–Yo era trotska, y ellas aceptaban que yo las convocara, pero si me hubiera metido con su Evita me habrían cerrado la puerta en las narices. Y total para qué, si nos unía estar en contra de la dictadura.

Ya encerradas en la habitación, sentadas de a tres por cama, hacían circular el mate y se iban animando en la discusión sobre la calidad de las distintas marcas de pantimedias, sobre las venas várices que les iban saliendo por permanecer tanto tiempo paradas, sobre las cremas para las manos resecas, sobre los precios de las cosas, la malparidez de los hombres, los milagros de los santos y los retrasos en la menstruación, hasta que a las siete en punto de la noche, como por encanto, se callaban todas al tiempo. Y en el conventillo, en el barrio, al parecer en toda Buenos Aires se imponía el silencio, porque había empezado la telenovela. Un nuevo episodio de «Amor gitano».

Criollita, Sonrisa, Rumba y Tentación clavaban los ojos en la pantalla, enamoradas perdidas de Renzo el Gitano, tan apuesto y masculino, de mirada tan profunda, impulsivo, valiente, injustamente condenado por un crimen que no cometió y privado del amor de la bella condesa de Astolfi, víctima a su vez de una infame tiranía en un reino de quién sabe dónde y nadie sabe cuándo, pero que tanto se parecía a esta Argentina de aquí y de ahora, también dominada por villanos crueles como el marqués Farnesio y su vil lacayo el Jorobado Dino, o quizá más crueles aún, y también sembrada de mazmorras y pasajes secretos y bosques de acechanzas, donde a los jóvenes inocentes y ojiverdes, como Renzo, se los encerraba en inhumanas Islas de los Condenados.

Durante las pausas para comerciales, las chicas de Bagley se olvidaban de Renzo, porque había llegado el momento de conspirar. Le subían el volumen al aparato, bajaban la voz hasta el susurro y la reunión clandestina se llevaba a cabo. Rumba, que pertenecía a la comisión interna, informaba que en el siglo XIX se había aprobado la ley de la silla, que la patronal ya no respetaba y por la cual ellas debían empezar a pelear de nuevo: por cada hora de trabajo de pie, derecho a quince minutos de trabajo sentadas. Luego Renzo y Adriana de Astolfi se comprometían a amarse eternamente mediante un rito gitano de sangre, y durante los comerciales que seguían Aurelia les leía apartes del periódico del partido y lo comentaba con ellas. Y había que ver qué de maldiciones lanzaban aquellas nenas en voz baja, contra los milicos de la Junta, contra los verdugos de la Triple A, contra los federales de Coordinación, contra los marqueses Farnesios y sus abyectos jorobados. Y había que oír cómo juraban dar la vida con tal de derrocarlos, a todos por igual, para devolverles la libertad a Renzo y a todos los desaparecidos y los secuestrados. Porque si Evita viviera, no hubiera permitido que nos jodieran la vida estos criminales. Si Evita viviera, si Renzo el Gitano... Si la condesa de Astolfi de verdad existiera... 







Laura  Restrepo