Vigilia del 76
Ana María Ramb
Publicado por Casa de las
Américas, octubre-noviembre/2006, Año XLVI.
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24 de marzo. Larga noche del
76. En la Argentina ,
el cielo se parte en dos, y el infierno toma por asalto la fracción más
diáfana. En cualquier esquina nos ametrallan los sueños, mientras en túneles
secretos trituran todo vestigio de vida. Mujeres embarazadas, detenidas en unos
quinientos campos clandestinos, parirán bajo el terror. El mismo terror que les
robará sus bebés recién nacidos. Otros correrán la suerte de los niños checos
sobrevivientes de la masacre de Lídice bajo el nazismo: crecerán en el hogar de
un represor. O serán adoptados como huérfanos sin familia.
Entonces, cada hoja del
calendario se tiñó de iniquidad. Apenas unos días antes, se habían llevado en
vilo a Haroldo Conti, Premio Casa de las Américas 1975 por su novela Mascaró,
el cazador americano. Humberto Costantini y otros intelectuales que pueden
salvar la piel huyen con lo puesto hacia lo desconocido. El resto es
silencio.
Las páginas que recuerdan aquí
esa atormentada vigilia de siete años, resultarán precarias, insuficientes. Es
compleja la realidad que abordan, y su rememoración de ningún modo pretende ser
totalizadora. Son apenas un tímido intento de contribuir con su contenido a la memoria
colectiva. Para
poner el pasado en valor presente, y así ganar el futuro. Para que el resto no
sea silencio, nunca más.
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La noche de los chacales
Indicios, informaciones
tangenciales, llamadas telefónicas de un laconismo exasperante. Alertas casi
telegráficas, mensajes que quedarán sin contestar. “No vayas a la casa de…, que
ya es una ratonera”. Vamos a saludar a Héctor Demarchi en la redacción de El
Cronista, y nos dicen por lo bajo: “se lo han chupado”; corre la misma suerte
el editor del diario, Rafael Perrota. Y así, a cada desaparecido corresponden,
en efecto multiplicador, muchas otras desapariciones: desaparición de la
libertad de pensar, de hacer pública nuestra opinión, de la libertad de actuar,
de producir, de crear. De gozar. Percepción de que algo
terrible, irremediable, está ocurriendo en las sombras. Rabia, angustia,
desesperación. Impotencia. Las redes de comunicación se disuelven en
la noche pavorosa. A Rodolfo Walsh le disparan en plena calle, a la salida de
una imprenta. Paco Urondo se defiende como puede en una emboscada, pero muere
acribillado. ¿Dónde estarán, dónde esos poetas que como él, como Roberto
Santoro y Miguel Ángel Bustos, habían creído con Rimbaud que otra vida era
posible? A los treinta y tres años, Bustos había navegado ya por las venas
abiertas de América Latina. Me acuerdo siempre –decía allá por 1970 – de un
indio en Cuzco, con una tira de piel o cuero llevando un madero cargado como
una bestia. Nunca sentí un dolor tan monstruoso: sentir que yo era del color de
los conquistadores. A Miguel Ángel lo arrancaron de su hogar una noche de mayo
del 76, encerrados en la cocina su mujer y el pequeño Emiliano, hoy, como su
padre, poeta. Un
año después secuestraban a Roberto Santoro en la escuela donde trabajaba. Había fundado
con Ramón Plaza, Marcos Silber, Horacio Salas y otros notables una de las revista literarias más importantes de los
años 60: El Barrilete. Allí escribieron también Miguel Ángel Bustos, Alberto
Costa, Alicia Dellepiane Rawson, Carlos Patiño, Rafael Alberto Vásquez. Días antes
de su secuestro, Roberto Santoro escribía a su hermano: …El ruido de las
sirenas lo tenemos como música de fondo. Dale que dale, como un
organito represor y desesperado. Oh, el mundo occidental cristiano. Un día
florecerá la vida y el sol tendrá el color que merece... (…) Vivir
se ha puesto al rojo vivo, así dice Blas de Otero…
Tan al rojo vivo, que Lucina
Álvarez y su marido Oscar Barros, colaboradores de El Barrilete, fueron sacados
de su hogar por la fuerza, y jamás se supo de ellos. El volumen Palabra viva, editado
en 2005 por la SEA
(Sociedad de Escritores y Escritoras de la Argentina ), compila trabajos de la pareja y de
otros ciento y un autores desaparecidos, algunos ya consagrados como el poeta
Urondo y Germán Oesterheld - guionista de El Eternauta y otras historietas inolvidables
-, y muchos más que apenas habían comenzado a florecer. Andrés Fidalgo, el gran
poeta jujeño, había encontrado no sólo su continuidad vital, sino también la
poética en su hija Alcira. En el primer libro, la joven escribía con voz
propia: Su cara era lo único humano /entre tantos despojos. /(Una última y
precaria pureza /se inscribe para siempre.) /Nuestro final será /- de alguna
forma- /el encuentro de todos /con su oficio de aurora. Así concluye “Boceto (biografía
de soslayo)”, poema inspirado por la muerte de Ernesto Che Guevara; tenía
Alcira Graciela Fidalgo veintiocho años cuando la secuestró el capitán Alfredo
Astiz. Veinte tenía Marcelo Ariel Gelman, poeta y periodista, desaparecido con
su mujer en 1976. Arrojaron los dos cuerpos en un canal. Su padre, el poeta
Juan Gelman, pasaría años buscando a la nieta nacida en cautiverio, hasta
encontrarla, ya adulta, en Uruguay. Hay otros treinta y dos escritores, de
quienes apenas pudo reconstruirse la biografía, y no la obra escrita, porque durante
la noche de los chacales, con la vida se perdía también la posibilidad de trascender.
Para los seres queridos,
comenzaba el calvario de la búsqueda, en medio de un pacto de silencio impuesto
a sangre y fuego por la corporación militar. Con la complicidad de los grandes medios
de comunicación, se instaló una hegemonía discursiva que rotuló la disidencia,
la protesta organizada y la acción política como “formas de la delincuencia
subversiva”.
La falta absoluta de
información sobre la suerte de cada desaparecido constituyó un elemento de
tortura psicológica para la familia y los amigos; nada más difícil de soportar
que una prolongada incertidumbre. La dictadura atornillaba su poder no sólo por
medio de la represión concreta, sino también a través de la expropiación de la
identidad, y de la permanente intimidación colectiva. En medio de la noche
interminable, el 30 de abril del 77 surgieron los pañuelos/pañales de las
Madres de Plaza de Mayo, que así, poniéndole el pecho al terrorismo de Estado,
le pusieron nombre al genocidio. Y lo dieron a conocer en todo el mundo.
Duro oficio el exilio
Por años refugiada en México
junto a Noé Jitrik, en su libro Canon de alcoba Tununa Mercado define el exilio
como… un no-lugar, un no-ser, un no-transcurrir que ha quedado difuso entre las
consecuencias de la dictadura militar. Aunque la suerte acompañe al exiliado en
tierras lejanas, la vivencia nodal será el desgarro, el extrañamiento, el
injerto con dolor. David Viñas consigue una cátedra, pero es en Copenhague; a
pesar de todo, llevará en alto su solemne pobreza y dos heridas que no
cerrarán, una por cada hijo desaparecido, y para vivir dará clases o recogerá
cosechas, así sea en Italia, Francia, Alemania o España. Héctor Tizón sólo consigue
empleos de temporada. Daniel Moyano, escapado de dos detenciones, trabaja en
una fábrica; Antonio Di Benedetto, el más veterano de todos, en una revista
médica. Honestos oficios terrestres,
mientras se espera recuperar algún día la profesión de escritor. Algunos
pueden hacerlo, en alternancia con otras actividades. La lista de los
desterrados es calificada, e incompleta: Vicente Battista, Osvaldo Bayer, Jorge
Boccanera, Stella Calloni, Nicolás Casullo, Griselda Gambaro, Germán García,
Juan Gelman, Leónidas Lamborghini, Luis Luchi, Blas Matamoro, Ramón Plaza,
Néstor Perlongher, Pedro Orgambide, Arturo Andrés Roig, Horacio Salas, Cristina
Siscar, Osvaldo Soriano, Alberto Szpumberg, Vicente Zito Lema.
Y no faltará quien, superado
el primer desgajo, se pierda en el desexilio, es decir, en el retorno: la
segunda y problemática inclusión en medio de la indiferencia de buena parte de
los conciudadanos. A Julio Huasi lo llamaban el juglar de la Revolución. Corrían los años 60 y había cambiado Ciesler, su apellido
europeo, por el quichua Huasi: “la casa”. Visitador de fábricas en huelga y
cárceles con presos políticos, como él mismo lo fue en otra dictadura, Julio Cortázar
aprecia su obra poética, y de ella opina Nicolás Guillén: “Allí no existe el
mezquino maquiavelismo ni la malsana adulonería y esnobismo de los pisaverdes
que rondan el arte y la cultura”. Al cabo de su exilio español, Julio Huasi
halla en Buenos Aires un puesto de trabajo en la revista Punto Final, y una
militancia en el periódico editado por las Madres de Plaza de Mayo. Aún
así, no encuentra horizonte para soñar. Y un día de 1987 decide irse
del todo y de todos. Dijo entonces Hebe de Bonafini: “Todavía me parece verlo
en algún lugar de la Plaza ,
donde nos acompañaba todos los jueves. Nuestra biblioteca [la biblioteca de la Universidad de las
Madres] lleva su nombre”. Los libros de Julio Huasi son hoy perlas
inhallables. De Los Increíbles, Editado por Casa de las Américas en
1971, citamos:
… libertad querida ¡quién te
conoce?/ no hace mucho que ando en el planeta/ una juventud tirada a los
perros/ ni una vez te vi en este baile/ y la verdad es que me estoy cansando/
te raptaré una mañana de éstas/ a punta de tormenta de furor/ con una pistola
llena de música/ amaré tu cuello tu voz tus ojos/ ah mi amor uno muere de
soñarlo…
Existió otra forma de exilio.
Dispersos, desolados, desnudos en la pesadilla, para esconderse del monstruo de
mil cabezas, los que decidieron permanecer aquí, porque estaban anclados en afectos
que no querían dejar, o por mera obstinación, o por ingenua omnipotencia, se inventaron
nuevos nombres y cuevas secretas bajo la superficie estriada de la gran
capital. Algunos se armaron una nueva vida en estado latente bajo el precario
sosiego de los pueblos pequeños, donde podía medrar, sin embargo, la sospecha.
Sobrevivir en una situación de
emergencia política, con riesgo de muerte o desaparición, exige reajustes
complejos en el hacer cotidiano. Cambiar abruptamente de domicilio implica conseguir
uno nuevo, a menudo en préstamo; cambiar también de nombre, inventarse nuevos oficios,
por lo común con salarios “en negro” y una escuálida relación de dependencia,
lejos de lugares de concentración de trabajadores. Corretajes, artesanados,
colaboraciones periodísticas bajo seudónimo, labor de “escritor fantasma” que
reescribe textos de novatos, o pergeñar experiencias de autogestión, cuando no
comer salteado. No intimar con vecinos, pero sin mostrarse huraños para no
despertar dudas, buscar las cartas recibidas en casa de amigos fieles, visitar
a familiares recorriendo antes y después varias líneas de subterráneos, para confirmar
no ser seguidos y no “quemar” sus domicilios. Enterrar en jardines los libros y
discos amados cada vez que el aire se enrarece todavía más.
La poeta Diana Bellessi busca
refugio en una isla del Delta del Paraná. En sus escasos y fugaces retornos a
la urbe, graba entrevistas a las Madres de la Plaza de Mayo y remite ese material al exterior.
Poeta y editor empedernido, José Luis Mangieri envía a su familia a casa de
parientes en provincia, y se transforma en émulo de El prisionero de Zenda,
confinado en un modesto cuarto del barrio de Parque Patricios; su anfitriona y
ángel guardián es una tía que, entre otras saludables prevenciones, le ha
vedado el uso del teléfono.
Leonor García Hernando tenía
talento y enorme voluntad de trabajo. Era adolescente cuando dejó su Tucumán
natal, cuyos montes el general Bussi había convertido en un pequeño Vietnam,
como sangriento preámbulo de la dictadura del 76. Podría Leonor haber obtenido
una beca en el llamado Primer Mundo. Pero eligió quedarse en Buenos Aires,
vender libros para sostenerse, cumplir una labor militante en las Nuevas
Promociones, espacio abierto en la
SADE (Socidad Argentina de Escritores) bajo amparo de una
comisión directiva “rojilla”, y al impulso de un colectivo de jóvenes
escritores que querían reunirse, respirar algo de oxígeno. Y leer sus poemas y
relatos ante un público dispuesto a desafiar las recomendaciones de recluirse
en casa. Porque si bien en Buenos Aires no hubo, como en Córdoba, toque de
queda, después de las 9 p.m. las calles porteñas eran un páramo. Leonor
describe esa época en su libro póstumo, El cansancio de los materiales,
publicado en 2001:
Tuvimos un tiempo raro/
encarnábamos la historia agria de traición/ en todo caso/ nuestros cuerpos
fueron la pampa de los matarifes/ y, es cierto, nuestra piel era tensa como
tela a punto de rajarse./ La noche sería de lápices rotos en los estuches (1) ,
de lámparas pesadas como un rastrojero en el barro/ un celofán cubría las
bocas/ el escribiente tardaba en cerrar los envases de tinta del pupitre/ y
todavía la sangre recibía una linfa de amapolas.
De prohibiciones y
resistencias
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Horacio Esteban Ratti, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Leonardo Castellani tras el almuerzo con el general Videla |
Antes de que asumiera la
comisión “rojilla”, Horacio Esteban Ratti, presidente de la SADE en los primeros meses
del 76, asistió a un almuerzo muy particular, junto con tres otros invitados: Jorge
Luis Borges, Ernesto Sabato y el sacerdote Leonardo Castellani. Fecha: 19 de
mayo de 1976. Lugar:
la Casa de
Gobierno. Anfitrión: Jorge Rafael Videla. El gobierno dictatorial pretendía
así tender una línea de “diálogo” con intelectuales insospechados de colaborar
con la “subversión”. Una sorpresa: Castellani pidió la aparición de su ex discípulo,
Haroldo Conti, del que nada se sabía desde su secuestro. Terminado el almuerzo,
Borges y Sabato elogiaron a Videla ante la prensa. No quedó registrado si Ratti
dijo algo, pero se sabe que cumplió su compromiso de entregar al dictador un
reclamo por los escritores desaparecidos.
A la gestión de Ratti, siguió
una SADE militante, conducida por escritores “rojos” (comunistas, peronistas
revolucionarios, socialistas y otros obstinados disconformes), que instalaron
allí un enclave de resistencia. Apenas algunos nombres: Julio Félix Royano,
José Murillo, Ernesto Goldar, Juan José Manauta, Hamlet Lima Quintana, con
Aristóbulo Echegaray en la presidencia. Ayudaron también los telegramas y otros
documentos de reclamo por la vida y el derecho a la libre expresión, remitidos
por notables personalidades del extranjero. El PEN Club mantuvo enigmático
silencio, no obstante la denuncia que envió Julio Cortázar al Congreso realizado
en Estocolmo en junio de 1978.
Pepe Murillo encabezaba la
defensa de la SADE
en el imprevisible día a día. Premio Casa de las Américas 1975 como Haroldo
Conti, además de reclamar por la libertad e integridad física de escritores
desaparecidos, Murillo logró que la entidad no flaqueara ante los literales aldabonazos
de los esbirros de la dictadura, fueran éstos los “servicios de inteligencia”,
fueran funcionarios con amagues de intervención jurídica. Se negó Pepe Murillo
a entregar los ficheros con datos de los socios. Hubo que pasar noches en vela
en la casona de la calle Uruguay, mientras atisbábamos tras las cortinas la
ronda de los Fords Falcon sin patente y con “caños” que asomaban de las
ventanillas. Se decidió repartir en tres los codiciados ficheros, que fueron debidamente
enterrados lejos de allí; algunas de aquellas páginas quedarían en parte convertidas en humus donde
crecieron rosales o hierba silvestre. Comunista militante, alfabetizador
en Cuba a principios de los 60, amenazado de muerte por la dirigencia sindical corrupta
de Augusto Timoteo Vandor en tiempos del dictador Onganía por su libro Los traidores
(2) , no le resultaba fácil a Murillo difundir su obra. Hasta que a principios
de los 70 Guadalupe, un sello católico, editó su producción literaria infantil,
y con gran éxito. La editorial iba a estar en la mira de la dictadura por otras
publicaciones, como veremos más adelante.
La torre de cubos, libro de
Laura Devetach (Premio Casa de las Américas por Monigote en la arena), y Un
elefante ocupa mucho espacio de Elsa Isabel Bornemann, hoy dos clásicos de la literatura
infantil argentina, sufrieron sendas censuras, explicitadas en documentos
oficiales que equivalían a una pena de muerte. La torre se prohibió primero en
la provincia de Santa Fe, después en la de Buenos Aires y en Mendoza, hasta
merecer un decreto federal. Echegaray presentó los correspondientes reclamos
escritos ante la mesa de entradas de la
Casa de Gobierno. Desde la Plaza de Mayo, con Adriana Vega y Élido Di Serio
esperábamos con angustia la salida de nuestro presidente. Poco después, un
poemario de Di Serio fue prohibido en la provincia de Buenos Aires. Qué tiempo/
este tiempo de torturas,/ de salarios sumergidos/ de sonrisas postergadas/ y
cuencas desérticas de llanto, había escrito Di Serio. Adriana Vega tendría que
reclamar por su yerno, quien hoy integra la nómina de desaparecidos en
dictadura.
Estos hechos, como la
silenciosa labor de Bellessi, como el taller literario que Abelardo Castillo y
Sylvia Iparaguirre sostuvieron, a despecho de múltiples asedios en plena
dictadura, se inscriben en las poco conocidas formas de resistencia y
solidaridad que, más allá de la reconocida actuación de la Liga Argentina por
los Derechos del Hombre y la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos, lucharon contra el
exterminio y el silencio. La socióloga Inés Izaguirre y su equipo eligieron
estas experiencias como objeto de investigación. Por la misma época, el poeta
Armando Tejada Gómez, otro Premio Casa de las Américas, era secuestrado en
Rosario; se lo encontró malherido a un costado de la ruta a Buenos Aires. Armando
se exilió en España con su amigo Hamlet Lima Quintana. Pero ninguno resistió el
exilio, y retornaron los dos al terruño, para inventarse un exilio interno,
como lo habían hecho ya, cada una con su difícil y dolorosa experiencia,
Devetach y Bornemann. Y otros tantos que persistieron en la escritura como acto
de resistencia y, tal vez, para no enloquecer.
A sus noventa años, Álvaro
Yunque (Arístides Gandolfi Herrero), era una figura mítica del legendario grupo
literario Boedo. En 1945 había sufrido prisión durante el gobierno de facto del
general Edelmiro J. Farell por dirigir el semanario antifascista El Patriota.
Pionero de la literatura para niños y jóvenes, sus libros se reeditaron a lo
largo de décadas. En 1978 la dictadura de entonces juzgó peligrosas tres obras
suyas: Niños de hoy, El amor sigue siendo niño y Nuestros muchachos, y las
prohibió. La editorial Plus Ultra retiró de librerías toda la producción del
autor, en una paradigmática actitud de censura agregada. Por la misma época, en
1980, el sello Pomaire toma el riesgo de publicar la novela de Ricardo Piglia
Respiración artificial, leída de inmediato como una metáfora de la dictadura.
Desde México, Costantini envía al Concurso Casa de las Américas su novela De
dioses, hombrecitos y policías, que es premiada en 1979. Juan José Saer escribe
en Francia Nadie nada nunca (1980), novela que, escrita en clave policial, se
relaciona con los NN y el contexto de violencia de la dictadura.
La novela de Enrique Medina
Sólo ángeles había conocido la prohibición oficial en 1974, junto con The
Buenos Aires Affair, de Manuel Puig. Las Tres A (Alianza Anticomunista
Argentina) amenazaron a Medina por Las hienas, que tiene a un parapolicial como
protagonista. A partir del 76, son censurados El Duke y Perros de la noche. En
el 81, Enrique Medina se anima con Las muecas del miedo, donde se atisba en
entrelíneas el clima ominoso de la dictadura.
A comienzos de los 70, la
revista faro era Crisis. Muy pronto tuvo sus desparecidos, por lo que cerró en
agosto de 1976, y Eduardo Galeano, Aníbal Ford y Zito Lema, de su mesa de redacción
tuvieron que exiliarse entre gallos y medianoche. El editor Federico Vogelius
fue torturado y sufrió tres años de confinamiento.
Abelardo Castillo, Sylvia
Iparaguirre y Liliana Heker fundan, escriben, editan y distribuyen la revista
literaria El ornitorrinco, que se lee con fruición y a escondidas; como Heker
dice, en “un pequeño acto de libertad”.
A contrapelo de la cúpula
partidaria, los escritores comunistas Alfredo Varela y Ariel Bignami publican
Contexto. En medio de artículos teóricos, cuentos y poemas, se denuncian allí
las prohibiciones y la opresión cultural. Sobre fondo negro, la portada del
primer número presenta una lámpara eléctrica apagada, con sus filamentos
cortados, pero todavía incandescentes. Ante las dificultades de la distribución
ilegal y la noticia de la desaparición de la joven militante Inés Olleros,
secuestrada con su carga de publicaciones partidarias, Contexto deja de salir.
Punto de vista, editada por Carlos
Altamirano, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, María Teresa Gramuglio y Hugo
Vezzetti, aparecida en marzo del 78, mantuvo su continuidad. En sus páginas se
descubrían textos de teoría literaria, análisis histórico y sociológico,
ausentes del discurso académico sofocado por la complacencia, el oscurantismo y
la mediocridad. Entre tanto, la policía pedía documentos y revisaba mochilas en
las puertas de la Facultad
de Filosofía y Letras. En el actual edificio, un muro de la entrada tiene
inscriptos los nombres de estudiantes y profesores desaparecidos a manos de la
dictadura. Se siente frío al leerlo; el azote del viento, como quien soplara
fuese la muerte, nos hiere el pecho.
Farenheit 471
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Quema de libros durante la dictadura |
En la mañana del 30 de agosto
de 1980, en un baldío de la periferia de Buenos Aires, ardían más de un millón
y medio de libros del Centro Editor de América Latina (CEAL), fundado por Boris
Spivacov, arquetipo de editor de fino “olfato” y gran fe en la recepción de
grandes textos clásicos y contemporáneos a precios populares. Dado que la
humedad del papel conspiraba contra una rápida combustión, la policía roció con
nafta la montaña de libros, que pronto alcanzaron los 471 grados de Farenheit.
Existía un antecedente; el 25 de febrero de 1977, en Rosario, segunda ciudad de
la República ,
habían crepitado los volúmenes reunidos con esfuerzo por la Biblioteca Popular
Vigil, con el objetivo de poner en práctica un ambicioso proyecto de difusión
de la lectura, que abarcaba escuelas, cooperativas y un observatorio. Al día
siguiente, 30 mil ensayos publicados por Editorial Universitaria de Buenos
Aires (Eudeba), ardían en los cuarteles militares de Palermo. Los émulos del
III Reich, satisfechos.
Cortázar había hablado de
“genocidio cultural” al definir lo que ocurría dentro del campo de la cultura
en su país de origen. Le sobraban argumentos. Agreguemos otros ejemplos a
los ya dados. Algunos son trágicos; otros, caen en el inevitable ridículo. Como
es el caso de La cuba electrolítica y El Cubismo. Libro técnico el primero, y
volumen de arte el segundo, por mera confusión lingüística cayeron bajo
sospecha de diseminar el ideario de la Revolución Cubana ,
debido a lo cual fueron expurgados por la dictadura en una de las Ferias Del
Autor al Lector. A su pesar, los Torquemada ponían la nota de humor en medio de
la indignación en sordina.
Desde la editorial Atlántida,
se lanzó una virulenta campaña contra la Biblia Latinoamericana.
“Los cristianos debemos reaccionar ante estas claras maniobras de la
subversión”, concluía un artículo de la revista femenina Para Ti, entre notas
de modas, tejidos y recetas de cocina. Era agosto del 76. En setiembre, el
semanario de “actualidad” Gente transcribe la diatriba del obispo de San Juan:
“Es satánica, sacrílega y mortal”. No todos opinan lo mismo; Monseñor de Nevares,
consecuente defensor de los Derechos Humanos, pronuncia una homilía en su defensa:
no son condenables las expresiones como “liberación”, “justicia social” o
explotación”.
Ambas revistas alcanzaron su
objetivo. Se prohibió la circulación de la Biblia Latinoamericana ,
y Editorial Guadalupe, su difusora, ya en la mira de la dictadura por editar
tres libros y un par de agendas altamente sospechosos, vería languidecer su
proyecto editor. Las Ediciones Paulinas padecieron lo suyo con Dios es fiel,
pero logaron recuperarse, en tanto Guadalupe conserva hoy un importante
edificio y una estructura editorial mínima, dedicada a distribuir catecismos y hagiografías.
Entre tanto, Atlántida sigue siendo ejemplo de la que solemos denominar “prensa
canalla”, porque manipula la opinión pública sin el menor escrúpulo. Y porque
colaboró con la dictadura del 76 y, más tarde, con el descarado modelo
privatista del presidente Carlos Menem, quien se encargó de completar las
ingentes transferencias de riqueza y recursos naturales iniciadas por el
oligarca José Martínez de Hoz, plenipotenciario ministro de Economía de la dictadura.
Daniel Divinsky y Ana María
Miler, su esposa, dueños de Ediciones de la Flor , pasaron 127 días detenidos a disposición
del Poder Ejecutivo por publicar Cinco dedos, traducción de un libro para niños
editado en la entonces República Democrática Alemana. En él, gracias a la unidad
y coordinación, los cinco dedos de una mano roja derrotaban a una despótica
mano, color verde seco como los uniformes del ejército argentino. En prisión,
el matrimonio se enteró de que Ganarse la muerte, novela de Griselda Gambaro,
había caído también bajo la censura, por ir “de lo inmoral a lo subversivo”, y
ser “altamente destructiva de los valores”, entre otras consideraciones.
Gambaro buscó refugio en España, mientras el periodista Rogelio García Lupo
apelaba a la solidaridad internacional. Un funcionario francés
canjeó la libertad de los editores a cambio de firmar
acuerdos de televisación del campeonato mundial de fútbol con Canal 7, ala TV
oficial. La pareja Divinsky – Miler pasó su exilio en Venezuela, mientras la campaña
oficial “Los argentinos somos derechos y humanos” estaba en su apogeo. La comisión
directiva de la SADE
recibió en febrero de 1977 una carta firmada por Silvina Ocampo, Eduardo Gudiño
Kieffer, José Bianco, Ulises Petit de Murat, Juan José Hernández, Joaquín
Piñol, Héctor Yánover, Ramón Plaza y Luisa Mercedes Levinson, en la que se pide
“peticionar a las autoridades la pronta liberación de ambos editores”. La nota
se dejó, como en otros casos, en la
Casa de Gobierno, con la nota adjunta de la SADE y la firma de la
comisión directiva. No fue posible reunir otros nombres en apoyo.
Noé Jitrik suele recordar los
nombres de otros dos editores: Carlos Pérez, desaparecido en Buenos Aires, de
Alberto Burnichón, secuestrado con su hijo en Córdoba la misma noche del 24 de
marzo; llevaba en su automóvil las plaquetas con versos que distribuía a los
cuatro vientos: Nada se supo de él, pero su hijo fue liberado días más tarde.
No exageran Hernán Invernizzi
y Judith Gociol, autores de Un golpe a los libros (Buenos Aires, Eudeba, 2002),
cuando sostienen que la cultura era preocupación clave en el proyecto del terrorismo
de Estado. Los dictadores vieron con claridad que la cultura es mucho más que
una expresión de la estructura social y económica; es un poderoso recurso
estratégico que satura todas las otras relaciones; la arena donde se libra tal
vez la gran batalla de estos tiempos. Pero no le falta razón a la escritora y
editora Ana Longoni cuando encuentra, en medio del absurdo, una tosca
superposición de poderes y jurisdicciones en el proyecto cultural de la
dictadura.
Treinta mil cristales rotos
Ni banalización del mal, ni show
del horror devenido en producto fetichizado y descartable. La memoria, como
construcción de resistencia al olvido, ése es el desafío. “Este libro también
es una victoria - dice Juan Gelman en el prólogo de Poder y desaparición, obra
donde Pilar Calveiro relata su reclusión en dos campos de concentración ya
emblemáticos: la “Mansión Seré”, bajo la Fuerza Aérea , y la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada ). Y agrega-: La palabra
es una forma de vida. En todas las experiencias concentracionarias aparece casi
como una obsesión esta necesidad de contar lo que pasó”. La autora da cuenta en
éste, su libro, de las estrategias de solidaridad y supervivencia que afloran
en un clima de acecho permanente Nora Strajilevich, ex detenida en el Club
Atlético –hoy en ruinas que reconstruyen antropólogos bajo una autopista- narra
su experiencia en Una sola muerte numerosa, obra traducida al inglés y
reeditada en 2006, a
treinta años del golpe militar que la mantuvo desaparecida.
Ex prisioneras de la cárcel de
Villa Devoto, Viviana Beguán, Blanca Becher, Liliana Ortiz y Graciela Suárez,
reunieron cartas, testimonios, dibujos, tarjetas de Navidad y Año Nuevo, y con ello
conformaron un libro coral, escrito a varias (120) voces a lo largo de ocho
años de prisión, de despojo, de desgranamiento familiar y de angustia de
saberse rehenes de un régimen criminal. Pero no todo es tinieblas y desnudo
cautiverio en Nosotras, presas políticas, publicado por Editorial Nuestra
América. Recursos de ingenio, humor, acuerdos políticos y actos mínimos y
grandiosos de apoyo mutuo y solidaridad iluminan historias de vida que
trascienden lo individual. Estos libros se inscriben en el corpus de obras
documentales o de ficción que muestran un fragmento de nuestra larga noche de
treinta mil cristales rotos. Un corpus iniciado por otras ex prisioneras:
Alicia Kozameh con Pasos bajo el agua, novela traducida al inglés y el alemán; La Escuelita de Alicia
Portnoy; Marta Vasallo reunió poemas y relatos en Eclipse parcial; la pintora
Sara Rosemberg, su novela Un hilo rojo; Cristina Feijóo publicó sus relatos En
celdas diferentes; María del Carmen Sillato ha escrito un ensayo sobre Gelman y
prepara otro sobre el mito Eva Perón en nuestra narrativa.
Recordar todo esto es
contemplar apenas un fractal de una totalidad estremecedora. Como dijo Cortázar
al denunciar las desapariciones de Conti y Walsh, citar dos nombres conocidos
es dejar caer dos gotas de agua en un recipiente lleno hasta el borde de otros
nombres casi siempre ignorados en nuestros círculos, nombres de obreros, de
militantes políticos, de sindicalistas, a los que puede agregarse una
interminable nómina de abogados, médicos, psiquiatras, ingenieros, físicos…
No descansaremos mientras
sigan operando los que pretenden remendar el pasado con los parches del olvido.
O que congelan en un museo de reliquias este tramo doliente de nuestra Historia.
O que se horrorizan ante la brutalidad de la dictadura argentina, pero hacen
elipsis del Plan Cóndor que la articuló con las otras dictaduras que asolaron el
Cono Sur de Nuestra América, para no reconocer el rol decisivo que tuvo el
complejo militar-industrial de los EE.UU. en la preparación de las máquinas de
exterminio. Bajo la máscara de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional ,
el Plan Cóndor –como lo confirmarían después documentos desclasificados por el
Departamento de Estado de los EE.UU.- consiguió desbaratar la lucha popular
organizada, al diezmar esa generación que se sintió parte de una realidad que
era necesario transformar, para hacer del mundo un lugar más justo, armonioso y
amable.
Si cruzar las aguas del Leteo
significaba en la antigua Grecia ingresar a la muerte tras perder el recuerdo
del pasado, los sobrevivientes de los años de plomo en la Argentina no estamos dispuestos
a mojar los pies en esas aguas. El barro de nuestro Río de la Plata tiene en su composición
lo que queda de los compañeros arrojados desde el aire, aún con vida.
Por eso, mientras tengamos
latido y aliento, no dejaremos atrás la memoria. Es duro el corazón de la verdad.
Pero es el corazón que queremos tener.
Notas
1. Leonor García Hernando
alude aquí a La Noche
de los Lápices, cuando, el 16 de setiembre de 1976 fue secuestrado en La Plata , capital de la
provincia de Buenos Aires, un grupo de estudiantes secundarios, adolescentes o
casi niños todavía, que reclamaban el boleto escolar en los medios de
transporte.
2. El cineasta Raimundo
Gleyzer realizó un filme con el mismo tema y título, pero con investigación y argumento
propios. Desaparecido en mayo del 76, se sabe que lo llevaron a “El Vesubio”,
centro de exterminio en Buenos Aires, donde también murieron Haroldo Conti y
Germán Oesterheld.