Vigilia del 76









Ana María Ramb




Publicado por Casa de las Américas, octubre-noviembre/2006, Año XLVI.





__________________________________________________________________________


24 de marzo. Larga noche del 76. En la Argentina, el cielo se parte en dos, y el infierno toma por asalto la fracción más diáfana. En cualquier esquina nos ametrallan los sueños, mientras en túneles secretos trituran todo vestigio de vida. Mujeres embarazadas, detenidas en unos quinientos campos clandestinos, parirán bajo el terror. El mismo terror que les robará sus bebés recién nacidos. Otros correrán la suerte de los niños checos sobrevivientes de la masacre de Lídice bajo el nazismo: crecerán en el hogar de un represor. O serán adoptados como huérfanos sin familia.


Entonces, cada hoja del calendario se tiñó de iniquidad. Apenas unos días antes, se habían llevado en vilo a Haroldo Conti, Premio Casa de las Américas 1975 por su novela Mascaró, el cazador americano. Humberto Costantini y otros intelectuales que pueden salvar la piel huyen con lo puesto hacia lo desconocido. El resto es silencio.


Las páginas que recuerdan aquí esa atormentada vigilia de siete años, resultarán precarias, insuficientes. Es compleja la realidad que abordan, y su rememoración de ningún modo pretende ser totalizadora. Son apenas un tímido intento de contribuir con su contenido a la memoria colectiva. Para poner el pasado en valor presente, y así ganar el futuro. Para que el resto no sea silencio, nunca más.


________________________________________________________________________________________




La noche de los chacales







Indicios, informaciones tangenciales, llamadas telefónicas de un laconismo exasperante. Alertas casi telegráficas, mensajes que quedarán sin contestar. “No vayas a la casa de…, que ya es una ratonera”. Vamos a saludar a Héctor Demarchi en la redacción de El Cronista, y nos dicen por lo bajo: “se lo han chupado”; corre la misma suerte el editor del diario, Rafael Perrota. Y así, a cada desaparecido corresponden, en efecto multiplicador, muchas otras desapariciones: desaparición de la libertad de pensar, de hacer pública nuestra opinión, de la libertad de actuar, de producir, de crear. De gozar. Percepción de que algo terrible, irremediable, está ocurriendo en las sombras. Rabia, angustia, desesperación. Impotencia. Las redes de comunicación se disuelven en la noche pavorosa. A Rodolfo Walsh le disparan en plena calle, a la salida de una imprenta. Paco Urondo se defiende como puede en una emboscada, pero muere acribillado. ¿Dónde estarán, dónde esos poetas que como él, como Roberto Santoro y Miguel Ángel Bustos, habían creído con Rimbaud que otra vida era posible? A los treinta y tres años, Bustos había navegado ya por las venas abiertas de América Latina. Me acuerdo siempre –decía allá por 1970 – de un indio en Cuzco, con una tira de piel o cuero llevando un madero cargado como una bestia. Nunca sentí un dolor tan monstruoso: sentir que yo era del color de los conquistadores. A Miguel Ángel lo arrancaron de su hogar una noche de mayo del 76, encerrados en la cocina su mujer y el pequeño Emiliano, hoy, como su padre, poeta. Un año después secuestraban a Roberto Santoro en la escuela donde trabajaba. Había fundado con Ramón Plaza, Marcos Silber, Horacio Salas y otros notables una de las  revista literarias más importantes de los años 60: El Barrilete. Allí escribieron también Miguel Ángel Bustos, Alberto Costa, Alicia Dellepiane Rawson, Carlos Patiño, Rafael Alberto Vásquez. Días antes de su secuestro, Roberto Santoro escribía a su hermano: …El ruido de las sirenas lo tenemos como música de fondo. Dale que dale, como un organito represor y desesperado. Oh, el mundo occidental cristiano. Un día florecerá la vida y el sol tendrá el color que merece... (…) Vivir se ha puesto al rojo vivo, así dice Blas de Otero…


Tan al rojo vivo, que Lucina Álvarez y su marido Oscar Barros, colaboradores de El Barrilete, fueron sacados de su hogar por la fuerza, y jamás se supo de ellos. El volumen Palabra viva, editado en 2005 por la SEA (Sociedad de Escritores y Escritoras de la Argentina), compila trabajos de la pareja y de otros ciento y un autores desaparecidos, algunos ya consagrados como el poeta Urondo y Germán Oesterheld - guionista de El Eternauta y otras historietas inolvidables -, y muchos más que apenas habían comenzado a florecer. Andrés Fidalgo, el gran poeta jujeño, había encontrado no sólo su continuidad vital, sino también la poética en su hija Alcira. En el primer libro, la joven escribía con voz propia: Su cara era lo único humano /entre tantos despojos. /(Una última y precaria pureza /se inscribe para siempre.) /Nuestro final será /- de alguna forma- /el encuentro de todos /con su oficio de aurora. Así concluye “Boceto (biografía de soslayo)”, poema inspirado por la muerte de Ernesto Che Guevara; tenía Alcira Graciela Fidalgo veintiocho años cuando la secuestró el capitán Alfredo Astiz. Veinte tenía Marcelo Ariel Gelman, poeta y periodista, desaparecido con su mujer en 1976. Arrojaron los dos cuerpos en un canal. Su padre, el poeta Juan Gelman, pasaría años buscando a la nieta nacida en cautiverio, hasta encontrarla, ya adulta, en Uruguay. Hay otros treinta y dos escritores, de quienes apenas pudo reconstruirse la biografía, y no la obra escrita, porque durante la noche de los chacales, con la vida se perdía también la posibilidad de  trascender.


Para los seres queridos, comenzaba el calvario de la búsqueda, en medio de un pacto de silencio impuesto a sangre y fuego por la corporación militar. Con la complicidad de los grandes medios de comunicación, se instaló una hegemonía discursiva que rotuló la disidencia, la protesta organizada y la acción política como “formas de la delincuencia subversiva”.


La falta absoluta de información sobre la suerte de cada desaparecido constituyó un elemento de tortura psicológica para la familia y los amigos; nada más difícil de soportar que una prolongada incertidumbre. La dictadura atornillaba su poder no sólo por medio de la represión concreta, sino también a través de la expropiación de la identidad, y de la permanente intimidación colectiva. En medio de la noche interminable, el 30 de abril del 77 surgieron los pañuelos/pañales de las Madres de Plaza de Mayo, que así, poniéndole el pecho al terrorismo de Estado, le pusieron nombre al genocidio. Y lo dieron a conocer en todo el mundo.



Duro oficio el exilio







Por años refugiada en México junto a Noé Jitrik, en su libro Canon de alcoba Tununa Mercado define el exilio como… un no-lugar, un no-ser, un no-transcurrir que ha quedado difuso entre las consecuencias de la dictadura militar. Aunque la suerte acompañe al exiliado en tierras lejanas, la vivencia nodal será el desgarro, el extrañamiento, el injerto con dolor. David Viñas consigue una cátedra, pero es en Copenhague; a pesar de todo, llevará en alto su solemne pobreza y dos heridas que no cerrarán, una por cada hijo desaparecido, y para vivir dará clases o recogerá cosechas, así sea en Italia, Francia, Alemania o España. Héctor Tizón sólo consigue empleos de temporada. Daniel Moyano, escapado de dos detenciones, trabaja en una fábrica; Antonio Di Benedetto, el más veterano de todos, en una revista médica. Honestos oficios terrestres, mientras se espera recuperar algún día la profesión de escritor. Algunos pueden hacerlo, en alternancia con otras actividades. La lista de los desterrados es calificada, e incompleta: Vicente Battista, Osvaldo Bayer, Jorge Boccanera, Stella Calloni, Nicolás Casullo, Griselda Gambaro, Germán García, Juan Gelman, Leónidas Lamborghini, Luis Luchi, Blas Matamoro, Ramón Plaza, Néstor Perlongher, Pedro Orgambide, Arturo Andrés Roig, Horacio Salas, Cristina Siscar, Osvaldo Soriano, Alberto Szpumberg, Vicente Zito Lema.


Y no faltará quien, superado el primer desgajo, se pierda en el desexilio, es decir, en el retorno: la segunda y problemática inclusión en medio de la indiferencia de buena parte de los conciudadanos. A Julio Huasi lo llamaban el juglar de la Revolución. Corrían los años 60 y había cambiado Ciesler, su apellido europeo, por el quichua Huasi: “la casa”. Visitador de fábricas en huelga y cárceles con presos políticos, como él mismo lo fue en otra dictadura, Julio Cortázar aprecia su obra poética, y de ella opina Nicolás Guillén: “Allí no existe el mezquino maquiavelismo ni la malsana adulonería y esnobismo de los pisaverdes que rondan el arte y la cultura”. Al cabo de su exilio español, Julio Huasi halla en Buenos Aires un puesto de trabajo en la revista Punto Final, y una militancia en el periódico editado por las Madres de Plaza de Mayo. Aún así, no encuentra horizonte para soñar. Y un día de 1987 decide irse del todo y de todos. Dijo entonces Hebe de Bonafini: “Todavía me parece verlo en algún lugar de la Plaza, donde nos acompañaba todos los jueves. Nuestra biblioteca [la biblioteca de la Universidad de las Madres] lleva su nombre”. Los libros de Julio Huasi son hoy perlas inhallables. De Los Increíbles, Editado por Casa de las Américas en 1971, citamos:


… libertad querida ¡quién te conoce?/ no hace mucho que ando en el planeta/ una juventud tirada a los perros/ ni una vez te vi en este baile/ y la verdad es que me estoy cansando/ te raptaré una mañana de éstas/ a punta de tormenta de furor/ con una pistola llena de música/ amaré tu cuello tu voz tus ojos/ ah mi amor uno muere de soñarlo…


Existió otra forma de exilio. Dispersos, desolados, desnudos en la pesadilla, para esconderse del monstruo de mil cabezas, los que decidieron permanecer aquí, porque estaban anclados en afectos que no querían dejar, o por mera obstinación, o por ingenua omnipotencia, se inventaron nuevos nombres y cuevas secretas bajo la superficie estriada de la gran capital. Algunos se armaron una nueva vida en estado latente bajo el precario sosiego de los pueblos pequeños, donde podía medrar, sin embargo, la sospecha.


Sobrevivir en una situación de emergencia política, con riesgo de muerte o desaparición, exige reajustes complejos en el hacer cotidiano. Cambiar abruptamente de domicilio implica conseguir uno nuevo, a menudo en préstamo; cambiar también de nombre, inventarse nuevos oficios, por lo común con salarios “en negro” y una escuálida relación de dependencia, lejos de lugares de concentración de trabajadores. Corretajes, artesanados, colaboraciones periodísticas bajo seudónimo, labor de “escritor fantasma” que reescribe textos de novatos, o pergeñar experiencias de autogestión, cuando no comer salteado. No intimar con vecinos, pero sin mostrarse huraños para no despertar dudas, buscar las cartas recibidas en casa de amigos fieles, visitar a familiares recorriendo antes y después varias líneas de subterráneos, para confirmar no ser seguidos y no “quemar” sus domicilios. Enterrar en jardines los libros y discos amados cada vez que el aire se enrarece todavía más.


La poeta Diana Bellessi busca refugio en una isla del Delta del Paraná. En sus escasos y fugaces retornos a la urbe, graba entrevistas a las Madres de la Plaza de Mayo y remite ese material al exterior. Poeta y editor empedernido, José Luis Mangieri envía a su familia a casa de parientes en provincia, y se transforma en émulo de El prisionero de Zenda, confinado en un modesto cuarto del barrio de Parque Patricios; su anfitriona y ángel guardián es una tía que, entre otras saludables prevenciones, le ha vedado el uso del teléfono.


Leonor García Hernando tenía talento y enorme voluntad de trabajo. Era adolescente cuando dejó su Tucumán natal, cuyos montes el general Bussi había convertido en un pequeño Vietnam, como sangriento preámbulo de la dictadura del 76. Podría Leonor haber obtenido una beca en el llamado Primer Mundo. Pero eligió quedarse en Buenos Aires, vender libros para sostenerse, cumplir una labor militante en las Nuevas Promociones, espacio abierto en la SADE (Socidad Argentina de Escritores) bajo amparo de una comisión directiva “rojilla”, y al impulso de un colectivo de jóvenes escritores que querían reunirse, respirar algo de oxígeno. Y leer sus poemas y relatos ante un público dispuesto a desafiar las recomendaciones de recluirse en casa. Porque si bien en Buenos Aires no hubo, como en Córdoba, toque de queda, después de las 9 p.m. las calles porteñas eran un páramo. Leonor describe esa época en su libro póstumo, El cansancio de los materiales, publicado en 2001:


Tuvimos un tiempo raro/ encarnábamos la historia agria de traición/ en todo caso/ nuestros cuerpos fueron la pampa de los matarifes/ y, es cierto, nuestra piel era tensa como tela a punto de rajarse./ La noche sería de lápices rotos en los estuches (1) , de lámparas pesadas como un rastrojero en el barro/ un celofán cubría las bocas/ el escribiente tardaba en cerrar los envases de tinta del pupitre/ y todavía la sangre recibía una linfa de amapolas.



De prohibiciones y resistencias



Horacio Esteban Ratti, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y
Leonardo Castellani  tras el almuerzo con el general  Videla



Antes de que asumiera la comisión “rojilla”, Horacio Esteban Ratti, presidente de la SADE en los primeros meses del 76, asistió a un almuerzo muy particular, junto con tres otros invitados: Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato y el sacerdote Leonardo Castellani. Fecha: 19 de mayo de 1976. Lugar: la Casa de Gobierno. Anfitrión: Jorge Rafael Videla. El gobierno dictatorial pretendía así tender una línea de “diálogo” con intelectuales insospechados de colaborar con la “subversión”. Una sorpresa: Castellani pidió la aparición de su ex discípulo, Haroldo Conti, del que nada se sabía desde su secuestro. Terminado el almuerzo, Borges y Sabato elogiaron a Videla ante la prensa. No quedó registrado si Ratti dijo algo, pero se sabe que cumplió su compromiso de entregar al dictador un reclamo por los escritores desaparecidos.


A la gestión de Ratti, siguió una SADE militante, conducida por escritores “rojos” (comunistas, peronistas revolucionarios, socialistas y otros obstinados disconformes), que instalaron allí un enclave de resistencia. Apenas algunos nombres: Julio Félix Royano, José Murillo, Ernesto Goldar, Juan José Manauta, Hamlet Lima Quintana, con Aristóbulo Echegaray en la presidencia. Ayudaron también los telegramas y otros documentos de reclamo por la vida y el derecho a la libre expresión, remitidos por notables personalidades del extranjero. El PEN Club mantuvo enigmático silencio, no obstante la denuncia que envió Julio Cortázar al Congreso realizado en Estocolmo en junio de 1978.


Pepe Murillo encabezaba la defensa de la SADE en el imprevisible día a día. Premio Casa de las Américas 1975 como Haroldo Conti, además de reclamar por la libertad e integridad física de escritores desaparecidos, Murillo logró que la entidad no flaqueara ante los literales aldabonazos de los esbirros de la dictadura, fueran éstos los “servicios de inteligencia”, fueran funcionarios con amagues de intervención jurídica. Se negó Pepe Murillo a entregar los ficheros con datos de los socios. Hubo que pasar noches en vela en la casona de la calle Uruguay, mientras atisbábamos tras las cortinas la ronda de los Fords Falcon sin patente y con “caños” que asomaban de las ventanillas. Se decidió repartir en tres los codiciados ficheros, que fueron debidamente enterrados lejos de allí; algunas de aquellas páginas quedarían en parte convertidas en humus donde crecieron rosales o hierba silvestre. Comunista militante, alfabetizador en Cuba a principios de los 60, amenazado de muerte por la dirigencia sindical corrupta de Augusto Timoteo Vandor en tiempos del dictador Onganía por su libro Los traidores (2) , no le resultaba fácil a Murillo difundir su obra. Hasta que a principios de los 70 Guadalupe, un sello católico, editó su producción literaria infantil, y con gran éxito. La editorial iba a estar en la mira de la dictadura por otras publicaciones, como veremos más adelante.


La torre de cubos, libro de Laura Devetach (Premio Casa de las Américas por Monigote en la arena), y Un elefante ocupa mucho espacio de Elsa Isabel Bornemann, hoy dos clásicos de la literatura infantil argentina, sufrieron sendas censuras, explicitadas en documentos oficiales que equivalían a una pena de muerte. La torre se prohibió primero en la provincia de Santa Fe, después en la de Buenos Aires y en Mendoza, hasta merecer un decreto federal. Echegaray presentó los correspondientes reclamos escritos ante la mesa de entradas de la Casa de Gobierno. Desde la Plaza de Mayo, con Adriana Vega y Élido Di Serio esperábamos con angustia la salida de nuestro presidente. Poco después, un poemario de Di Serio fue prohibido en la provincia de Buenos Aires. Qué tiempo/ este tiempo de torturas,/ de salarios sumergidos/ de sonrisas postergadas/ y cuencas desérticas de llanto, había escrito Di Serio. Adriana Vega tendría que reclamar por su yerno, quien hoy integra la nómina de desaparecidos en dictadura.


Estos hechos, como la silenciosa labor de Bellessi, como el taller literario que Abelardo Castillo y Sylvia Iparaguirre sostuvieron, a despecho de múltiples asedios en plena dictadura, se inscriben en las poco conocidas formas de resistencia y solidaridad que, más allá de la reconocida actuación de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, lucharon contra el exterminio y el silencio. La socióloga Inés Izaguirre y su equipo eligieron estas experiencias como objeto de investigación. Por la misma época, el poeta Armando Tejada Gómez, otro Premio Casa de las Américas, era secuestrado en Rosario; se lo encontró malherido a un costado de la ruta a Buenos Aires. Armando se exilió en España con su amigo Hamlet Lima Quintana. Pero ninguno resistió el exilio, y retornaron los dos al terruño, para inventarse un exilio interno, como lo habían hecho ya, cada una con su difícil y dolorosa experiencia, Devetach y Bornemann. Y otros tantos que persistieron en la escritura como acto de resistencia y, tal vez, para no enloquecer.


A sus noventa años, Álvaro Yunque (Arístides Gandolfi Herrero), era una figura mítica del legendario grupo literario Boedo. En 1945 había sufrido prisión durante el gobierno de facto del general Edelmiro J. Farell por dirigir el semanario antifascista El Patriota. Pionero de la literatura para niños y jóvenes, sus libros se reeditaron a lo largo de décadas. En 1978 la dictadura de entonces juzgó peligrosas tres obras suyas: Niños de hoy, El amor sigue siendo niño y Nuestros muchachos, y las prohibió. La editorial Plus Ultra retiró de librerías toda la producción del autor, en una paradigmática actitud de censura agregada. Por la misma época, en 1980, el sello Pomaire toma el riesgo de publicar la novela de Ricardo Piglia Respiración artificial, leída de inmediato como una metáfora de la dictadura. Desde México, Costantini envía al Concurso Casa de las Américas su novela De dioses, hombrecitos y policías, que es premiada en 1979. Juan José Saer escribe en Francia Nadie nada nunca (1980), novela que, escrita en clave policial, se relaciona con los NN y el contexto de violencia de la dictadura.


La novela de Enrique Medina Sólo ángeles había conocido la prohibición oficial en 1974, junto con The Buenos Aires Affair, de Manuel Puig. Las Tres A (Alianza Anticomunista Argentina) amenazaron a Medina por Las hienas, que tiene a un parapolicial como protagonista. A partir del 76, son censurados El Duke y Perros de la noche. En el 81, Enrique Medina se anima con Las muecas del miedo, donde se atisba en entrelíneas el clima ominoso de la dictadura.


A comienzos de los 70, la revista faro era Crisis. Muy pronto tuvo sus desparecidos, por lo que cerró en agosto de 1976, y Eduardo Galeano, Aníbal Ford y Zito Lema, de su mesa de redacción tuvieron que exiliarse entre gallos y medianoche. El editor Federico Vogelius fue torturado y sufrió tres años de confinamiento.


Abelardo Castillo, Sylvia Iparaguirre y Liliana Heker fundan, escriben, editan y distribuyen la revista literaria El ornitorrinco, que se lee con fruición y a escondidas; como Heker dice, en “un pequeño acto de libertad”.


A contrapelo de la cúpula partidaria, los escritores comunistas Alfredo Varela y Ariel Bignami publican Contexto. En medio de artículos teóricos, cuentos y poemas, se denuncian allí las prohibiciones y la opresión cultural. Sobre fondo negro, la portada del primer número presenta una lámpara eléctrica apagada, con sus filamentos cortados, pero todavía incandescentes. Ante las dificultades de la distribución ilegal y la noticia de la desaparición de la joven militante Inés Olleros, secuestrada con su carga de publicaciones partidarias, Contexto deja de salir.


Punto de vista, editada por Carlos Altamirano, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, María Teresa Gramuglio y Hugo Vezzetti, aparecida en marzo del 78, mantuvo su continuidad. En sus páginas se descubrían textos de teoría literaria, análisis histórico y sociológico, ausentes del discurso académico sofocado por la complacencia, el oscurantismo y la mediocridad. Entre tanto, la policía pedía documentos y revisaba mochilas en las puertas de la Facultad de Filosofía y Letras. En el actual edificio, un muro de la entrada tiene inscriptos los nombres de estudiantes y profesores desaparecidos a manos de la dictadura. Se siente frío al leerlo; el azote del viento, como quien soplara fuese la muerte, nos hiere el pecho.



Farenheit 471



Quema  de  libros  durante  la  dictadura




En la mañana del 30 de agosto de 1980, en un baldío de la periferia de Buenos Aires, ardían más de un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina (CEAL), fundado por Boris Spivacov, arquetipo de editor de fino “olfato” y gran fe en la recepción de grandes textos clásicos y contemporáneos a precios populares. Dado que la humedad del papel conspiraba contra una rápida combustión, la policía roció con nafta la montaña de libros, que pronto alcanzaron los 471 grados de Farenheit. Existía un antecedente; el 25 de febrero de 1977, en Rosario, segunda ciudad de la República, habían crepitado los volúmenes reunidos con esfuerzo por la Biblioteca Popular Vigil, con el objetivo de poner en práctica un ambicioso proyecto de difusión de la lectura, que abarcaba escuelas, cooperativas y un observatorio. Al día siguiente, 30 mil ensayos publicados por Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba), ardían en los cuarteles militares de Palermo. Los émulos del III Reich, satisfechos.


Cortázar había hablado de “genocidio cultural” al definir lo que ocurría dentro del campo de la cultura en su país de origen. Le sobraban argumentos. Agreguemos otros ejemplos a los ya dados. Algunos son trágicos; otros, caen en el inevitable ridículo. Como es el caso de La cuba electrolítica y El Cubismo. Libro técnico el primero, y volumen de arte el segundo, por mera confusión lingüística cayeron bajo sospecha de diseminar el ideario de la Revolución Cubana, debido a lo cual fueron expurgados por la dictadura en una de las Ferias Del Autor al Lector. A su pesar, los Torquemada ponían la nota de humor en medio de la indignación en sordina.


Desde la editorial Atlántida, se lanzó una virulenta campaña contra la Biblia Latinoamericana. “Los cristianos debemos reaccionar ante estas claras maniobras de la subversión”, concluía un artículo de la revista femenina Para Ti, entre notas de modas, tejidos y recetas de cocina. Era agosto del 76. En setiembre, el semanario de “actualidad” Gente transcribe la diatriba del obispo de San Juan: “Es satánica, sacrílega y mortal”. No todos opinan lo mismo; Monseñor de Nevares, consecuente defensor de los Derechos Humanos, pronuncia una homilía en su defensa: no son condenables las expresiones como “liberación”, “justicia social” o explotación”.


Ambas revistas alcanzaron su objetivo. Se prohibió la circulación de la Biblia Latinoamericana, y Editorial Guadalupe, su difusora, ya en la mira de la dictadura por editar tres libros y un par de agendas altamente sospechosos, vería languidecer su proyecto editor. Las Ediciones Paulinas padecieron lo suyo con Dios es fiel, pero logaron recuperarse, en tanto Guadalupe conserva hoy un importante edificio y una estructura editorial mínima, dedicada a distribuir catecismos y hagiografías. Entre tanto, Atlántida sigue siendo ejemplo de la que solemos denominar “prensa canalla”, porque manipula la opinión pública sin el menor escrúpulo. Y porque colaboró con la dictadura del 76 y, más tarde, con el descarado modelo privatista del presidente Carlos Menem, quien se encargó de completar las ingentes transferencias de riqueza y recursos naturales iniciadas por el oligarca José Martínez de Hoz, plenipotenciario ministro de Economía de la dictadura.


La Editorial Rompan Filas soportó persecución por publicar La línea de Beatriz Doumerc y Ayax Barnes, Premio Casa 1975 (la pareja se refugió en España), La ultrabomba (sobre la bomba atómica) y El cuento de la publicidad. El editor Augusto Bianco marchó al destierro.


Daniel Divinsky y Ana María Miler, su esposa, dueños de Ediciones de la Flor, pasaron 127 días detenidos a disposición del Poder Ejecutivo por publicar Cinco dedos, traducción de un libro para niños editado en la entonces República Democrática Alemana. En él, gracias a la unidad y coordinación, los cinco dedos de una mano roja derrotaban a una despótica mano, color verde seco como los uniformes del ejército argentino. En prisión, el matrimonio se enteró de que Ganarse la muerte, novela de Griselda Gambaro, había caído también bajo la censura, por ir “de lo inmoral a lo subversivo”, y ser “altamente destructiva de los valores”, entre otras consideraciones. Gambaro buscó refugio en España, mientras el periodista Rogelio García Lupo apelaba a la solidaridad internacional. Un funcionario francés canjeó la libertad de los editores a cambio de firmar acuerdos de televisación del campeonato mundial de fútbol con Canal 7, ala TV oficial. La pareja Divinsky – Miler pasó su exilio en Venezuela, mientras la campaña oficial “Los argentinos somos derechos y humanos” estaba en su apogeo. La comisión directiva de la SADE recibió en febrero de 1977 una carta firmada por Silvina Ocampo, Eduardo Gudiño Kieffer, José Bianco, Ulises Petit de Murat, Juan José Hernández, Joaquín Piñol, Héctor Yánover, Ramón Plaza y Luisa Mercedes Levinson, en la que se pide “peticionar a las autoridades la pronta liberación de ambos editores”. La nota se dejó, como en otros casos, en la Casa de Gobierno, con la nota adjunta de la SADE y la firma de la comisión directiva. No fue posible reunir otros nombres en apoyo.


Noé Jitrik suele recordar los nombres de otros dos editores: Carlos Pérez, desaparecido en Buenos Aires, de Alberto Burnichón, secuestrado con su hijo en Córdoba la misma noche del 24 de marzo; llevaba en su automóvil las plaquetas con versos que distribuía a los cuatro vientos: Nada se supo de él, pero su hijo fue liberado días más tarde.


No exageran Hernán Invernizzi y Judith Gociol, autores de Un golpe a los libros (Buenos Aires, Eudeba, 2002), cuando sostienen que la cultura era preocupación clave en el proyecto del terrorismo de Estado. Los dictadores vieron con claridad que la cultura es mucho más que una expresión de la estructura social y económica; es un poderoso recurso estratégico que satura todas las otras relaciones; la arena donde se libra tal vez la gran batalla de estos tiempos. Pero no le falta razón a la escritora y editora Ana Longoni cuando encuentra, en medio del absurdo, una tosca superposición de poderes y jurisdicciones en el proyecto cultural de la dictadura.



Treinta mil cristales rotos







Ni banalización del mal, ni show del horror devenido en producto fetichizado y descartable. La memoria, como construcción de resistencia al olvido, ése es el desafío. “Este libro también es una victoria - dice Juan Gelman en el prólogo de Poder y desaparición, obra donde Pilar Calveiro relata su reclusión en dos campos de concentración ya emblemáticos: la “Mansión Seré”, bajo la Fuerza Aérea, y la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada). Y agrega-: La palabra es una forma de vida. En todas las experiencias concentracionarias aparece casi como una obsesión esta necesidad de contar lo que pasó”. La autora da cuenta en éste, su libro, de las estrategias de solidaridad y supervivencia que afloran en un clima de acecho permanente Nora Strajilevich, ex detenida en el Club Atlético –hoy en ruinas que reconstruyen antropólogos bajo una autopista- narra su experiencia en Una sola muerte numerosa, obra traducida al inglés y reeditada en 2006, a treinta años del golpe militar que la mantuvo desaparecida.


Ex prisioneras de la cárcel de Villa Devoto, Viviana Beguán, Blanca Becher, Liliana Ortiz y Graciela Suárez, reunieron cartas, testimonios, dibujos, tarjetas de Navidad y Año Nuevo, y con ello conformaron un libro coral, escrito a varias (120) voces a lo largo de ocho años de prisión, de despojo, de desgranamiento familiar y de angustia de saberse rehenes de un régimen criminal. Pero no todo es tinieblas y desnudo cautiverio en Nosotras, presas políticas, publicado por Editorial Nuestra América. Recursos de ingenio, humor, acuerdos políticos y actos mínimos y grandiosos de apoyo mutuo y solidaridad iluminan historias de vida que trascienden lo individual. Estos libros se inscriben en el corpus de obras documentales o de ficción que muestran un fragmento de nuestra larga noche de treinta mil cristales rotos. Un corpus iniciado por otras ex prisioneras: Alicia Kozameh con Pasos bajo el agua, novela traducida al inglés y el alemán; La Escuelita de Alicia Portnoy; Marta Vasallo reunió poemas y relatos en Eclipse parcial; la pintora Sara Rosemberg, su novela Un hilo rojo; Cristina Feijóo publicó sus relatos En celdas diferentes; María del Carmen Sillato ha escrito un ensayo sobre Gelman y prepara otro sobre el mito Eva Perón en nuestra narrativa.


Recordar todo esto es contemplar apenas un fractal de una totalidad estremecedora. Como dijo Cortázar al denunciar las desapariciones de Conti y Walsh, citar dos nombres conocidos es dejar caer dos gotas de agua en un recipiente lleno hasta el borde de otros nombres casi siempre ignorados en nuestros círculos, nombres de obreros, de militantes políticos, de sindicalistas, a los que puede agregarse una interminable nómina de abogados, médicos, psiquiatras, ingenieros, físicos…


No descansaremos mientras sigan operando los que pretenden remendar el pasado con los parches del olvido. O que congelan en un museo de reliquias este tramo doliente de nuestra Historia. O que se horrorizan ante la brutalidad de la dictadura argentina, pero hacen elipsis del Plan Cóndor que la articuló con las otras dictaduras que asolaron el Cono Sur de Nuestra América, para no reconocer el rol decisivo que tuvo el complejo militar-industrial de los EE.UU. en la preparación de las máquinas de exterminio. Bajo la máscara de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, el Plan Cóndor –como lo confirmarían después documentos desclasificados por el Departamento de Estado de los EE.UU.- consiguió desbaratar la lucha popular organizada, al diezmar esa generación que se sintió parte de una realidad que era necesario transformar, para hacer del mundo un lugar más justo, armonioso y amable.


Si cruzar las aguas del Leteo significaba en la antigua Grecia ingresar a la muerte tras perder el recuerdo del pasado, los sobrevivientes de los años de plomo en la Argentina no estamos dispuestos a mojar los pies en esas aguas. El barro de nuestro Río de la Plata tiene en su composición lo que queda de los compañeros arrojados desde el aire, aún con vida.


Por eso, mientras tengamos latido y aliento, no dejaremos atrás la memoria. Es duro el corazón de la verdad. Pero es el corazón que queremos tener.











Notas



1. Leonor García Hernando alude aquí a La Noche de los Lápices, cuando, el 16 de setiembre de 1976 fue secuestrado en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, un grupo de estudiantes secundarios, adolescentes o casi niños todavía, que reclamaban el boleto escolar en los medios de transporte.

2. El cineasta Raimundo Gleyzer realizó un filme con el mismo tema y título, pero con investigación y argumento propios. Desaparecido en mayo del 76, se sabe que lo llevaron a “El Vesubio”, centro de exterminio en Buenos Aires, donde también murieron Haroldo Conti y Germán Oesterheld.