Sueños en rojo y negro







José Chiquito Moya






Extracto del libro Sueños en rojo y negro, publicado por Ediciones Herramienta en 2008.



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José "Chiquito" Moya nació en Punta Alta, provincia de Buenos Aires, en 1947. Residió episódicamente en zonas del Gran Buenos Aires, tales como Berisso y Munro, y en Rosario. Esta novela oscila entre realidad y ficción; como dice el autor en su presentación, “más o menos la mitad de lo que sigue es cierto, la otra mitad, no. Para colmo no hay fronteras entre ambos territorios… Realidad y ficción. En la militancia revolucionaria, estos dos compuestos eran tan inseparables que pretender hacerlo significaba matar indistintamente a uno de los dos. O a los dos. ¿Se podía luchar sin una dosis de fantasía? ¿Se podía crear aunque más no sea una línea sin que ésta se infectara del delirio de ese mundo?”.

Moya fue tornero, y militante obrero y de la izquierda trotskista a lo largo de las décadas del 60, 70 y 80. El capítulo que aquí reproducimos transcurre en la ciudad de Rosario en época de la dictadura. Desde 1989, el autor vive en la provincia de Neuquén. Allí publicó, además de esta novela, Sueños de Hormigón, cuentos (2000), y Q.T.H. Zanón, novela (2005). 


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Capítulo:

Una semana que me conmovió bastante



El troley atacaba silenciosamente al Bulevar Oroño. No era habitual que hiciese ese recorrido camino a la fábrica. Daba una vuelta innecesaria, y de todos modos tendría que tomar otra cosa para llegar a destino. Además, me costaba diez minutos de sueño.

Tampoco me atraía el paisaje transitorio de las casas de la alta clase media rosarina. Mansiones oscuras, agazapadas detrás de palmeras fuera de contexto y follajes de hojas desmesuradas. Aun así, nadie podía ocultarse en su abundancia. Demasiada vigilancia a causa de los consulados que se habían refugiado de la urbe plebeya. Curioso pensar en ocultarse allí. ¡Justo allí!

Es que la computadora sigue su propia rutina, independientemente de las llamadas condiciones externas. Busca, busca. Alguien la alimentó hace poco más de un año. En la célula se dijo: “Para resistir a los milicos es menester, primero, estar vivo y luego, suelto. En ese orden. No me miren así, no es tan obvio.”

Era, entonces, fines de marzo del 76. Y el anunciado golpe había sorprendido a todo el mundo en el Partido. Me había quedado sin imágenes en aquella primera reunión apresurada. Imágenes. El grupo era de compañeros jóvenes. Yo era el único que había vivido la dictadura de finales de los 60. Dije: “Si el gobierno de Onganía fue realmente negro, éste de la Junta va a ser... –le pregunto a una maestra a mi lado: ¿Qué es más negro que el negro? La piba me devolvió una silenciosa sonrisa patética– ¡Bueno...eso!”. Dudo de que hayan entendido mi estupidez cromática en ese momento. Un decreto especial de Videla nos declaraba especialmente ilegales, junto a comunistas y otras adyacencias.

La comunicación con la dirección nacional era muy precaria. El pueblo trabajador, entre confundido y golpeado, no movía un dedo. La clase media aplaudía la caída de Isabel. Más de uno se estaba restregando las manos. El patrón de mi taller metalúrgico, ese 24, paró el trabajo para festejar con masas finas y sidra. Descorchamos, con las bandas militares de fondo, que habían inundado las radios. Mis compañeros me miraban de reojo, y yo miraba dónde meter mis manos. Eso había ocurrido en Capitán Bermúdez, cerca de Rosario, donde vivía y trabajaba. De allí, ese invierno, zafé a un allanamiento. Mitad prevención, mitad milagro.

A pesar de la lentitud, el troley llegó a destino. No debía de ser el único que aprovechaba para soñar. Mis ignotos compañeros de viaje también lo harían. Era bueno pensar que debía de ser así. Quizás alguno de ellos también se felicitara por estar vivo un día más. El rocío de la madrugada tendría que haberme despertado del todo, pero no lo logró.

Tenía que caminar dos cuadras hasta la nueva parada de colectivos. Había cambiado de itinerario porque desde hacía dos días los operativos del Ejército se había endurecido. Bajaban a todo el mundo de los coles. Revisaban a fondo los documentos, los bolsos y, sobre todo, las miradas de las víctimas, lo más difícil de ocultar. Para alivio del resto, siempre se quedaban con alguno. Los más audaces espiaban por el rabillo de los ojos. Estábamos atravesados de fronteras impalpables.

El día anterior, un sargento me había preguntado qué leía, señalándome con el caño de su FAL el libro que llevaba debajo del brazo. Un soldadito alcahuete me iluminaba con su linterna de campaña. Yo tenía que decir: “La palabra del señor”, porque se trataba de una Biblia. Y porque así lo habíamos acordado, después de estudiarlo, en la reunión de célula. Más o menos ocultos en el gran volumen viajaban un par de volantes pecaminosos y dos periódicos del Partido, que seguían saliendo, contra toda lógica. En cambio dije: “Me aburro en el viaje, y algo tengo que leer.” El suboficial me miró sorprendido. Dijo: “La gente común lee el diario, a lo máximo”. Puso un extraño acento en “común” y en el verbo “leer”. Respondí: “No hay tan buenas noticias, jefe. Además, Central viene perdiendo”.

Me tendría que haber apartado y mandado al camioncito, que esperaba con varios desgraciados a bordo. En cambio, me dio el pase para seguir viaje. Al pasar me dijo, escueto pero terminante: “Dicen que el Apocalipsis está bueno. Mañana te lo tomo”.

Juegos. Escondrijos. Estupideces. Devaneos. Improvisaciones. Poder. El secreto es el poder.

Yo, inventando nuevos itinerarios para llegar a la fábrica puntualmente. Viajando semi dormido, semi histérico. Un milico panzudo, dueño de la vida de mucha gente, simulando ser un director de teatro callejero.

De todas formas, no encontraba la explicación a ese redoble de controles. Después de todo, la insurrección obrera, léase resistencia a la dictadura, no estaba tan cerca como soñábamos en privado.

El cole llegó girando en la esquina. La luz encandiló por unos segundos al grupo que esperaba pacientemente. Era la luz que faltaba. La sensibilidad sigue ordenando mi futuro. Descubrí, súbitamente iluminado, que los milicos estaban apretando porque se acercaba el día de la bandera, que es igual que decir el día de Rosario. Había leído que el mismísimo Videla vendría a tirar de la piolita. El acto debería traer felicidad a toda la República. Pero, ¿por qué apretar? ¿Simple rutina? ¿Tendrían los milicos algún informe especial que justificara esa actitud?

Ya arriba del cole, me dije que los milicos estaban locos. Si nosotros, los únicos combatientes conscientes a la dictadura, no pensábamos hacer nada para ese día, ¿a qué temer? ¿O era cierto su corolario recíproco, y entonces sí deberíamos planear algo para esa fecha?

Primeros días de junio del 77; ya no hay atentados, y una pintada nocturna se tapa en pocos minutos. Tendré que sacar como conclusión que, o bien nos temen demasiado, o les está fallando la máquina de caracterizar. Más o menos como a nosotros.

A las quince horas la avenida Ovidio Lagos era un vergel de obreros, la gran mayoría, metalúrgicos. Esto quiere decir: mamelucos azules o caquis. Una suerte de ejército mugriento de obreros que preferían momentáneamente su vieja condición de civiles. La mayoría sólo pensaba en llegar a su casa y comer. Esa vieja ideología reaccionaria. Quizás los más viejos pretendieran juntarse a tomar un vino a escondidas en ruinosos boliches. Las paradas de los colectivos simulaban pequeñas asambleas al paso, sólo que en vez de una tarima, los reunía un palo con un número. Un escéptico podría encontrar más de una similitud. Nadie hablaba, por las dudas, o quizás porque no tenían mucho que aportar. Esperarían a que alguien les hablase. Eso creíamos.

Colgábamos nuestros volantes atravesados por un alambre en forma de gancho en esas paradas de colectivos, pensando que eran áreas temporalmente liberadas de la dictadura. No siempre los recogían, y si lo hacían, actuaban velozmente. Tampoco los leían en público. Dejamos de ponerlos porque empezaron a desaparecer todos juntos y de golpe. Mucho riesgo al cohete. Además, rompíamos una vieja tradición de entregarlos siempre en mano.

Después de todo, no había tantas zonas temporalmente liberadas. Llamábamos a la resistencia y teníamos un logo simpático: era el viejo puño, pero agarrando una llave fija de tuercas. Toda una creación plástica. No lo confundirían con la propaganda de un taller mecánico.

La Ovidio Lagos, entonces, con su extensión de unas veinte cuadras, con talleres respetables y verdaderas industrias a ambos lados, decenas de colectivos y camiones circulándola, murmullos de máquinas, vapor y humo contaminando los cielos tristes del incipiente invierno rosarino.

El cordón Ovidio Lagos, con su Fabricaciones Militares produciendo nada menos que los FAL que terminaban siendo empuñados por soldaditos con capotes hasta el suelo, detrás de ridículas barricadas antitanques pintadas de negro y amarillo.

Después de ese latido humano en los cambios de turno, la avenida recuperaba su aire de provincia. O quizás sería mejor decir su aire de calle de ciudad de pequeñas empresas. Es que, aunque no compitiera con ellas, este cordón se empequeñecía al lado del magnífico trazo industrial que, partiendo de San Nicolás –o aún de Zárate-Campana– pasando por Villa Constitución, remataba en San Lorenzo. Bordeaban el río pequeños monstruos industriales: químicas, papeleras, fábrica de tractores, fundiciones y acerías. Con sus satélites más pequeños que pululaban alrededor. Allí los obreros se contaban por miles. Lo más parecido a la Putilov rusa y sus, para nosotros, inevitables consecuencias. Viajando por el Tirsa, el mítico colectivo interurbano, un militante soñador tenía buenos argumentos para creer en el socialismo. Nosotros estábamos allí para dirigirlos en esa dirección. Nuestra moral se templaba en esas fraguas. Ni todas las dictaduras y milicos del mundo podrían impedirlo.

Trabajaba en la Ovidio Lagos, en una fábrica metalúrgica de ensordecedores ruidos, como corresponde a un taller de forjado. Los martinetes hacían lo suyo, apenas alentados por sudorosos trabajadores que prolongaban sus manos en tenazas. Toda una metáfora. El rojo incandescente quedaba en las pupilas para
siempre.

En la parada del cole me esperaba Juan. Le habíamos dicho que no hiciera el papelón de disfrazarse de obrero, pero él insistía. Diferíamos en el concepto de lo que era pasar desapercibido. Su idea no hubiese sido tan ridícula si no fuera pelirrojo y extraordinariamente flaco, ni portara bigotes tan difíciles de olvidar. Era, a todas luces, un estudiante de matemáticas o físico-matemáticas. A mí me daba la impresión de que todos se apartaban de su lado, como temiendo un contagio o calcinarse al contacto corporal. Me hubiese gustado preguntarle a algún pasajero imparcial su más sincera y espontánea opinión. Claro que nunca lo hice.

Juan, efectivamente, era estudiante, y mi contacto con el sector llamado eufemísticamente juventud. Cada sector contaba con su propia organización. El más absoluto tabicamiento (esto es, el absoluto aislamiento entre célula y célula) era el antídoto más importante contra la represión. En sí, no la evitaba. Sólo evitaba el efecto dominó. El principio básico, axiomático, era: “El que no sabe no habla”. Con su aditamento más cruel: “Aunque quiera o se quiebre”.

Ese sistema hacía que la vida interna del partido se limitara prácticamente a la célula o equipo. Con el agravante de que todos nosotros militábamos veinticuatro horas por día. Es decir que no nos quedaba mucho tiempo para departir amistosamente con la población en general. Craso error.

El equipo se formaba con un mínimo de tres o cuatro compañeros. Y por razones operativas, y sobre todo de seguridad, no podía pasar de nueve o diez. Al finalizar los interminables años de clandestinidad, nos dimos cuenta de que aquí también estaba la explicación de tantas “aparateadas”. No puede haber genuina democracia interna entre cinco tipos. Por un lado. Por otro, los cinco o diez integrantes funcionaban “alrededor” del responsable, el cuadro. Este era del de más compromiso y veteranía. Pero también solía ser el más audaz y temerario, en todo el amplio sentido de la palabra. ¿Cómo podría un partido revolucionario no apelar a los temerarios en semejante batalla desigual, con la clase trabajadora replegada y una picadora de carne que andaba por las calles de todo el país? Las características ideales del cuadro tradicional –mejor dicho, supuestamente tradicional– eran la claridad política, cierta capacidad organizativa, paciencia, inclinación al estudio y apego a la clase obrera, cuando más industrial mejor; esta valoración fue imperceptiblemente cambiando por la que imponía la supervivencia. O sea la supervivencia activa, muchas veces en tensión abierta con la seguridad de la base del partido y con su evolución política en general. Aquel tipo de “cuadro” comenzaba a tener vida y ámbito propio. Con el tiempo y en combinación con otros elementos, sería fatal.

Cuanto más se avanzaba en la suerte de escalera jerárquica, la cosa empeoraba. No sé si pedir perdón por esta especie de digresión.

Cuando Juan Colores me iba a buscar al trabajo, yo debía bajarme en el parque Independencia. El me seguía a pocos pasos. Si todo estaba aparentemente bien, yo esperaba a que me diera alcance. La charla debía hacerse caminando. La caminata no podía ser un paseo, porque dos tipos vestidos con ropa de trabajo no pasean por los parques; ni a la carrera, porque eso genera siempre alguna expectativa para un observador. Se trataba de caminar tranquilos, intercalando alguna carcajada aquí y allá. Lo primero era el minuto (abreviatura de minuto conspirativo) que consistía en dedicar siempre el primer momento a justificar ese encuentro ante la represión súbita. Armar un buen minuto salvó varias vidas. ¿De dónde se conocían? ¿Quién era el otro? ¿Dónde trabajaba? ¿Cómo se llamaba la mujer? Como una suerte de trinchera virtual, debía parar la primera ofensiva del enemigo. La clave consistía en mantenerse siempre en el medio. Por ejemplo: si el otro era solamente compañero de trabajo, no podíamos saber demasiado de su vida privada. No podíamos bandearnos. Pero si no sabíamos decir dónde vivía, también podía ser peligroso. Lo mismo pasaba con el grado de nerviosismo que podíamos, y que debíamos, demostrar. Quedarse excesivamente tranquilos podía ser interpretado como rasgo profesional. Tan peligroso como ponerse a llorar. El medio, mantenerse siempre en el medio. Y especular con el aburrimiento rutinario del milico. Alentar cualquier desvío tangencial en el operativo. Algún comentario futbolero.Había compañeros que, junto a los documentos, llevaban fotos de minas en bolas, y, por las dudas, alguna virgencita, que se mostraban casualmente al sacar los famosos papeles. Todo un pasaporte para permanecer dentro de la galaxia conocida como Vía Láctea.

–Seguimos con el mismo minuto de la última vez –le dije a Juan, repasando con el rabillo del ojo su perfil de judío errante, absolutamente incompatible con cada una de las medidas de seguridad inventadas desde los maquis a la fecha.

–Seguimos –dijo Juan, que hacía lo imposible por representar su papel de inmigrante de la década del 20.

–Me imagino que estarás limpio.

–Como un angelito.

–¿Qué pasa? –fui al grano.

–Tenemos que levantar la reunión. No hay casa.

–¿Y la de Rosita?

–Le cayeron parientes.

–¿Y la escuelita?

–Están trabajando unos pintores. Y ya la habíamos descartado por lo del tipo de la Cooperadora, ¿te acordás? Teníamos que lograr que el sentido de la discusión no se trasladara al sentido de la caminata. El nerviosismo mata. Y el aire estaba raro esa tarde.

–No sé, no podemos postergar la reunión. Hagámosla en mi casa.

–No le toca. La hicimos ahí hace quince días.

–¡Mierda! ¡Hay que hacer la reunión de equipo! ¡Yo me hago responsable!

Juan me podría haber contestado que si lo mío tenía algo que ver con algún tipo de mandamiento divino, pero no lo hizo. En cambio, se puso más colorado que de costumbre. Por mi parte, podría haberme arrepentido del arranque histérico, pero tampoco lo hice. Deteniéndome en el poste del cole, agregué, a modo de despedida: “El sábado a las 20. De paso, festejamos mi cumpleaños. O mi casamiento”.

El Colo intentaba descifrar la cuota de mala ironía, si la hubiera. Para hacerlo, se sentó en un pequeño paredón, de espaldas al parque, apoyándose en el cerco perimetral de alambre.

Cuando la cita había terminado, escuché los ladridos. Estarían allí desde el principio, pero mi concentración debió de haberme traicionado. En ese lugar del parque funcionaba una escuela de entrenamiento para perros. Grandes y temibles perros de policía se educaban para masticarnos. Porque de eso se trataba. Los entrenadores, de civil o de uniforme, gritaban palabras duras en algún idioma lejano, rico en consonantes. Los perros debían de entenderlas, porque las contestaban con distintas poses. Era un diálogo tan fantástico como aleccionador.

A pesar del atractivo que presentaban estas actuaciones, prácticamente expuestas al público circundante, todo el mundo parecía ignorarlas. La prudencia no era un invento marxista.

Eso estaba rumiando, cuando un giro fuera de lo común me obligó a prestar atención a lo que pasaba adentro de la escuela. Dos instructores forcejeaban con un perro, tan enorme como embravecido. Uno lo sostenía con sus dos manos por el collar con tachas de metal, trastabillando. El otro mantenía frente al hocico del animal una prenda o un objeto de color azul. La bestia se abalanzaba peligrosamente, salpicando baba a sus maestros. Los dos tipos reían y se insultaban simultáneamente. Gozarían de su trabajo.

El Colorado no quería mirar atrás, y me pedía con los ojos agrandados que le contara qué estaba pasando.

Un tercer hombre apareció en la escena. El parque verde y arbolado brindaba un curioso marco bucólico a semejante violencia.

Este hombre parecía un muñeco animado. Sus brazos, sus piernas, y aún el torso, estaban cubiertos por verdaderas almohadas, sujetas al cuerpo por cintos de cuero. Había visto antes ese tipo de señuelo en los entrenamientos. Calzaba altas botas y guantes tipo mitones, amarrados arriba de los codos, pero su cabeza y cuello estaban desprotegidos. La boca se veía firmemente amordazada con una bufanda azul.

El tercer hombre se movía ridículamente. Tenía dificultad al caminar, por la coraza abultada de sus piernas, y lo hacía con amplias y abiertas zancadas y con los brazos extendidos. Esa dificultad empeoraba al correr.

Porque el tercer hombre empezó a correr. Y corría hacia nosotros. El Colo seguía de espaldas y rígido. Yo, imprudentemente impedido de abandonar la acción.

El ridículo muñeco, mal que mal, avanzaba rápidamente. Estaba a unos veinte metros del alambrado, que era, a todas luces, su objetivo. Su expresión lo decía toda. Lo que podía adivinarse de ella. Los ojos desencajados. El pelo rubio desaforado. También pensé que, con semejantes mitones, no podía librarse de su mordaza. O no quería perder tiempo en hacerlo.

Los otros dos agregaron a sus risas el festejo por las maniobras del monigote. El perro devoraba el aire con sus fauces, el lomo encrespado y arqueado hacia delante, las patas a punto de estallar. No ladraba. Pero era un silencio cargado de saliva y malos augurios. El objeto azul con que lo torearon ya lo había invadido completamente.

Entonces, lo soltaron.

La señal que uno de los hombres trazó apuntando al objetivo fue del todo gratuita: el perro ya volaba hacia su presa. El rubio extrañamente arropado no había caído una sola vez. Presintió el cambio en la situación y se impulsó hacia delante, dando un prodigioso salto. Estaba solamente a un par de metros de la inocente pared de alambre.

El pastor alemán mordió primero el talón de la pierna derecha, tironeando con fuerza. Quizás la técnica consistiera en derribar el objetivo. El rubio no hizo caso y alcanzó finalmente el alambrado arrastrando consigo al animal. Sus dedos, presos dentro de los mitones, no podían prenderse y trepar el cerco. Tampoco podía elevarse con una pierna anulada.

Los tipos se acercaban lentamente, como al descuido. Intercambiaban algunos comentarios, seguramente jocosos. Porque reían. Nosotros no podíamos hacer otra cosa que seguir congelados. El resto del parque había desaparecido.

La situación entre el falso muñeco rubio y el pastor alemán parecía no evolucionar. El pibe (porque era joven) resbalaba por el alambre y el perro, aunque sin desgarrarlo, no abandonaba su pie derecho.

La voz gritada vino como un disparo. Incluso, pudo hacerme huir de allí, si no hubiese estado tan fascinado. El perro soltó su presa, y acto seguido se elevó sobre sus patas traseras buscando la garganta desprotegida debajo de la bufanda azul. El muchacho, que había girado levemente, trabó en parte el intento. Tuvo un interminable segundo de duda y finalmente decidió presentar batalla. Quizás, concluyó que la escalada era imposible. Tal vez se tuvo súbita confianza. Primero eliminaría al perro furioso, y después, a los policías instructores. Y después, llegaría caminando al mar. A las playas doradas de Monte Hermoso, con todos sus camaradas.

Debió de pensar algo parecido. La mordedura fatal, que le destrozó brutalmente la garganta, no le pudo quitar esa expresión de la cara, por fin libre de toda mordaza, expuesta en su radiante belleza. Era un joven hermoso, con un hermoso rictus de joven sabiduría encima de su última herida.

Eso debió de molestar a los tipos. Otra voz ladrada, y el animal se transformó e un tranquilo perro de barrio, a la espera de su hueso.

Esto había ocurrido a centímetros de nosotros. El ridículo alambrado no dividía nada. La espalda del Colorado y mi cara de tiza seguían allí.

Uno de los instructores pasó una pierna por sobre el muñeco ensangrentado. Arrimó su cara hasta apoyarla en el alambre, transformándola en una lujuriosa máscara de metal. En ella bailaba una sonrisa feroz.

–¿Alguno de ustedes tiene fuego, muchachos? – deletreó con cierta sensualidad.

Quizás, nos pusimos de acuerdo en silencio. O, simplemente, no pudimos salir del pavor. Pero no respondimos nada.

–Hacen bien en no fumar –y volviéndose a medias, abarcando todo el parque, con un pie sobre el pecho del rubio nos soltó:

–Lo primero es la salú.

En conjunto, la reunión salió bien. Dadas las condiciones, pudo haber salido peor. Nuestros marcos de referencia en aquella época eran un tanto etéreos. Primero, vinieron todos los compañeros. Segundo, la seguridad anduvo bien, si excluimos un par de imponderables; tal como una repentina visita de toda una familia de un compañero de mi fábrica, que pasaba por el barrio y se le ocurrió visitarme, y se enojó porque no lo había invitado a mi quinto cumpleaños en ese año. El otro imponderable estuvo peor: un tipo que vendía máquinas de afeitar y curitas a la vez. Parecía una cargada. Tuvimos que seguirlo un par de cuadras, y, en apariencia, se trataba de un nuevo producto del delirio y malaria generales que envolvían al país y a su gente.

Improvisamos un informe de la situación política nacional, pues el material respectivo estaba atascado en algún eslabón de la larga cadena proveniente de Buenos Aires. También podía estar atascado en algunas cabezas. Difícil de determinar. Entre todos salvamos la situación, aunque no pudiéramos dar todas las respuestas. ¿Por qué la clase obrera no reaccionaba? ¿Los sindicatos estaban con la dictadura? ¿El imperialismo bancaba a Videla al ciento por ciento? ¿Qué hacían los rusos en el Paraná medio?

De alguna forma, toda la discusión política se deslizaba hacia un embudo. Por el ínfimo extremo de dicho artefacto conceptual, goteaba la pregunta del millón: ¿Cómo estaba el Partido? Sí, ¿cómo estábamos en el resto del país, en Buenos Aires o en Córdoba? ¿Y, sobre todo, cómo estábamos en la Regional Rosario?

El cómo estábamos tenía dos lecturas inevitables: ¿Cuántas bajas teníamos, si teníamos? ¿Cuántos más éramos? Sí, la más sofisticada elaboración política, la más complicada ética de la sociedad de los hombres, se resumía en la más estúpida y primitiva operación aritmética: sumar y restar. Quizás sea esa la fórmula tan buscada por científicos, filósofos y poetas. La más cerca de nuestra nariz. Sumar y restar. Todo un lenguaje.

La síntesis podría haber servido como argumento a una tira de historieta. Sin desmerecer el género. La dictadura no sobreviviría para siempre. Las contradicciones con el imperialismo estaban de alguna manera generando nuevos espacios políticos favorables. La resistencia obrera de los compañeros de Luz y Fuerza había sido derrotada, pero no quebrada. También los ferroviarios se habían abroquelado. En síntesis, todavía era muy aventurado sacar una conclusión decenal. Eso sería típico de pequeñoburgueses fetichistas de las fórmulas y caracterizaciones. Esperaríamos. Seguiríamos luchando y esperando.

Todos felices. Preocupados, nerviosos, insomnes, mirando siempre con un ojo por el retrovisor, pero felices. Lo que estábamos construyendo escapaba a todas las lógicas posibles, incluyendo sus corolarios metafísicos. Lo que estábamos construyendo era nuevos mundos humanos, a imagen y semejanza de nuestros sueños y de todos los sueños de todos los pobres del mundo real. Era difícil viajar en colectivo o en tren con toda esa mochila a cuestas, pero lo hacíamos todos los santos días. Algunos con menos suerte que otros.

Los compañeros salían de la casa de a dos y cada quince minutos. El barrio no era de lo mejor. Resultaba increíble lo aseadas que solían ser las amas de casa de la cuadra, que invertían gran energía barriendo la vereda a las once o doce de la noche. Al principio estuve a punto de mudarme. Después, caímos en la cuenta de que era una cuestión de estricto profesionalismo barrial. Inventamos una historia de telenovela, con amores cruzados y paternidades misteriosas, y la fuimos dosificando por entregas casuales en la carnicería y en la panadería de la esquina. Así que los saludos breves y murmurados eran interpretados por nuestras centinelas como evidencias del drama. Al menos, eso creíamos nosotros, pobres ilusos.

Acompañé a Lalo a tomar el colectivo a tres cuadras. La noche era perfecta. Las barrenderas tenían su propia reunión de célula, y casi no saludaron.

–No pudimos charlar la situación de mi fábrica –Lalo trabajaba en la John Deer–; hay mucho malestar por el tema salarios y, como si fuera poco, parece que quieren rajar gente. Te imaginás que los monos del Sindicato ni aportaron. Y la gente viene de no juntarse en asambleas por lo menos desde hace un año. ¡Qué sé yo!

–Y sí, habría que parar la oreja –dije de puro compromiso, intentando que no se notara el reduccionismo intelectual–. ¡El viejo síndrome del churrasco! ¡Los milicos están reventando al país y la gente con el viejo síndrome del churrasco! ¡Qué te parece!

Lalo me miró con extrañeza. Puso cara de decirme algo importante. Pudo ser cara de ofendido: le gustaba la carne a la plancha. Pero justo pasaba el cole. Iba colgado en el estribo cuando alcancé a gritarle: “Somos un pueblo carnicero”.

El joven subteniente que estaba a cargo se sacó el correaje completo, con pistola enfundada y todo, y se lo entregó a un soldado que tampoco esgrimía ningún arma. El oficial había separado tanto los brazos del cuerpo, que prácticamente parecía volar en la noche. Hacía recordar vagamente a una película de un lejano Oeste, vendido como salvaje. Avanzó unos pasos y se quedó estático, con los brazos abiertos, esperando. En su cara no se dibujaba ningún temor, aunque sí una concentración metida en el escenario con exagerada artificialidad. Su cabeza estaba descubierta, y ello era un toque verdaderamente audaz. Delante de él se abría una pequeña extensión de varios metros totalmente vacíos, una suerte de explanada. Más allá se alzaba un poderoso portón de hierro, al parecer inexpugnable, embellecido con el verde oficial de la empresa, de grandes rejas cuadradas apenas separadas entre sí. Detrás del portón se apiñaba un número indeterminado de obreros vestidos de caqui, con brazos y caras que emergían y se protegían simultáneamente entre los fierros. No gritaban. La escena era silenciosa.

El desarme unilateral cinematográfico había logrado efectos encontrados entre los autoacuartelados trabajadores. Unos temían lo peor, otros respiraban aliviados, y había unos pocos que fanfarroneaban. El joven de verde oliva se acercó lo suficiente como para poder ser escuchado sin gritar. Recién ahora caía bajo los potentes haces de luz blanca que cubría la entrada de la fábrica de tractores. La luz lo humanizaba. Fue un acierto descubrirse.

–El Ejército Argentino no reprime a trabajadores argentinos –dijo con una voz que aún tenía tañidos de cadete.

–¿Entonces, qué hacés acá? –gritó alguien desde la segunda fila detrás del portón.

–Fuimos llamados porque ustedes están ocupando las instalaciones de la fábrica. Va contra la ley.

–Cerramos el portón porque venían ustedes –siguió la misma voz desde adentro. Algunos lo entendieron como un chiste–. Estamos en asamblea, jefe. No ocupamos más que nuestro tiempo. Finalmente, el subteniente sonrió. Aprovechó para recordar que él había aprendido a manejar un tractor con un viejo J.D., en la chacra de sus viejos.

–O sea –pensó en voz alta– que si nos retiramos ustedes también desalojan. Murmullos gruesos del otro lado del portón, con cabezas que se apiñaban, y algunos manotazos también.

–Claro –dijo el mismo interlocutor.

–¡Pero ya! –recuperó un poco de voz de orden el oficial.

–¿Qué están esperando? Nosotros ya terminamos el turno. El subteniente retrocedió unos pasos, aparatosamente. Después dio media vuelta y se enfrentó enérgico a su tropa.

–¡A doscientos metros... retirarse! Mientras salían, algunos en bicicleta, la mayoría caminando, la voz anónima se aproximó al oficial.

–No somos subversivos, somos laburantes cien por cien. El militar se había calzado nuevamente su gorra reglamentaria. Sumidos en la penumbra general, agravada por la tramposa visera, sus ojos sólo podían adivinarse. Brillaban interiormente. Dijo:

–Según algunos, ése es el verdadero problema.

El ascensor. ¿Por qué ascensor y no descensor? Flaca chupada de medias a Newton y sus acólitos, porque justifica la naturalidad de la caída. Pero bajar no es caer. Ni subir, necesariamente subir. Metafísicamente. También léase políticamente. Teníamos el ascensor –mejor dicho su maldito motor– a un par de metros sobre nuestras cabezas. Pero retomo desde un rato antes.

Salimos con lo puesto, Cristina y yo, a las doce de la noche. Habíamos estirado indebidamente una cita organizativa, y ya no pudo regresar a su casa. Marcos nos despertó a patadas en puertas y ventanas.

–Cayó la casa de Empalme Graneros. El Ejército.

Cuatro compañeros. Imposible estar seguros de una limpieza absoluta. Hay que levantar media Regional. ¡Pero ya!

Salimos al frío de la noche. El Citroen tarda en arrancar. Despierta a todo el distrito militar. Una vez en marcha, surca la calle a diez kilómetros por hora. A las cinco cuadras bajamos para dispersarnos. Cris y yo tenemos que caminar como novios, pero lo hacemos como maratonistas reprimidos. Estamos muy mal vestidos y portamos innumerables bolsitas de plástico con libros, materiales del partido y unas latitas de picadillo. El ruido del roce de las bolsas es insoportable.

Tenemos que llegar a la avenida. En el edificio de diez pisos hay un departamento vacío del que tenemos las llaves. Está en el último piso y no sabemos si es el “D” o el “C”. Pasa un Falcon extraño, como todos los Falcones. Va despacio. Al llegar a la esquina dobla acelerando y desaparece. Nos falta una cuadra que hacemos, ahora sí, en franca carrera. Las bolsitas flamean en la noche. La entrada y el hall del edificio están más iluminados que la Scala de Milán. Sabemos que la naturalidad es nuestra verdadera seguridad.
Y también sabemos que no lo estamos logrando.

Pruebo la cerradura de la puerta principal, de un vidrio inmaculado, grueso y provocador. Los herrajes son de bronce, bruñidos por celosos porteros. Creo que las llaves no sirven. Casi abandonamos, cuando alguien sale de adentro. Aprovecho para darle un abrazo con beso incorporado a Cristina, que tiembla ligeramente con su maquillaje corrido y salado. Del interior salen dos viejitas con un señor de bigotes. Hacemos como que no encontramos las llaves de puro enamorados. Las viejitas sonríen, el señor, no. La puerta queda abierta y yo la sostengo como un buen caballero, dando prioridad a las señoras. Igual, Bigote la sostiene con demasiada firmeza y perspectiva de cerrarla a su paso. Se demora un segundo, que aprovechamos para traspasar la frontera haciendo un ruidito con las llaves en mensaje obvio y simpático.

Mientras caminamos por el pasillo hacia el ascensor, las miradas de esa gente, más la de otra pareja que aparece fugazmente en la escena, nos taladran la espalda. Aplico otro beso, pero con menos convicción. Pulsamos el botón y nos quedamos acurrucados esperando. Ahora no fingimos. De golpe estamos solos, multiplicados por infinitos espejos. Las bolsitas nos dan el aspecto de cirujas. Pero las pantuflas de Cristina pueden desorientar a cualquiera.

Todavía no sabemos si las llaves sirven ni qué departamento debieran abrir. “C” de culo, “D” de dedo. El dedo en el culo.

Más espejos, esta vez íntimos, en el interior de la cajita que sube. Ahora, los labios despintados de ella y mi pelo revuelto parecen una confesión firmada con el dígito pulgar derecho.

Sólo el convencimiento de no poder retroceder –no ya retroceder, sino simplemente no poder ir a otro lado– nos hace seguir adelante.

El décimo llega. Todo llega. A nuestra derecha, un pasillo con puertas iguales a ambos lados. El “C” tiene la plaquita que cuelga malamente de un tornillo doblado. Debe ser ese. Abre al primer intento. Casi reímos a carcajadas.

Adentro no hay luz. No hay muebles, ni cortinas. Por las varias ventanas peladas entra la luminosidad bastarda de la noche. Inspeccionamos. En el baño hay agua. Lo más acogedor es la alfombra, no muy ruinosa, olvidada en una de las piezas. Allí nos quedamos. Hacemos el inventario de lo que llevamos encima. Las latitas de picadillo quedan abandonadas. La prioridad son los papeles. Casi de memoria y al tacto vamos clasificando por grado de peligrosidad. El cuadernito rojo de Cristina gana, lejos, el concurso. Ella es la responsable de finanzas de la Regional. Después, viene mi colección de volantes clandestinos, incluido el que deberíamos tirar mañana, en apoyo a los trabajadores de la fábrica de tractores. Para que no queden dudas del compromiso, está picado en esténcil. Un lujo. Estamos hasta las manos.

También yo aporto mis poemas, que pienso rescatar de la pira inminente. Discutimos en voz baja y resolvemos no usar el inodoro para tirar los papeles. Los vecinos saben que el “C” está vacío. Terminamos quemando hoja por hoja en el lavadero de la cocina, lo que aprovechamos para calentarnos un poco. Pero, sobre todo, nos distraemos con lo atávico de la ceremonia. Acá va la lista de cotizantes de los meses de enero y febrero. Allá, los aportes extraordinarios de la campaña financiera anual. Maldita campaña. Las listas de militantes se vuelven amarillas, anaranjadas, azules, negras y finalmente se quiebran y vuelan ante nosotros. Quiero decir una broma alusiva pero no me sale, sería muy truculento. Por primera vez, no se me ocurre ninguna. Cris pretende quemar las tapas, que no quieren arder por nada del mundo. Recién entonces me doy cuenta de que Cris le había dibujado una portada como si fuera un cuaderno de la primaria, con flores violetas y letras primorosamente góticas.Yo no lo hubiera quemado. Por carácter transitivo, decido no quemar mis poemas. Pero no logro quebrar la manía de mi amiga, que si pudiese me quemaría a mí también. Torquemada trosca. “Todos somos Torquemada”: un buen título para una obra de teatro del tipo de terapia colectiva.

Misterio de los sentidos: recién cuando se terminó lo quemable, se encendió el oído. Escuchamos el rumor que producía la avenida, en algún lugar debajo de nosotros. Es como si estuviéramos parados sobre el sordo ruido de los coches y la gente. Quizás los sentidos se venguen por la falta de luz. Vista, vida. Estamos absolutamente a oscuras.

Sorpresivamente, escuchamos el golpe de un motor, a pocos metros de nosotros, y un zumbido de mayor a menor. El ascensor se mueve, vacío, hacia la planta baja. El sonido mecánico, lleno de cascabeles, atraviesa verticalmente el edificio. Y a nosotros. Se detiene, servicial, unos segundos medidos con arena de la gruesa. Rumor metálico, como en otra dimensión. Y sube. El estruendo, por esperado, no es menor. ¿Sería sólo un zumbido? Se aplana. Salta de piso en piso. Se agiganta a cada metro. Una sinfonía de una nota sola. Para, palpita. Arranca.

–¿Baja?

–Debe de haber parado en el quinto. Creo que sigue subiendo.

El motor se demora. Es poco probable que cambie la cadencia de su marcha. Su previsibilidad es lo más desesperante. Devora pisos con parsimonia. Sentimos que se va a meter dentro de nuestro departamento.

Sube. Notamos que al zumbido eléctrico hay que despejarle un roce de cadenas, apenas disimulado. Ese otro es un ruido acumulativo. Trepa, trepa. Para. Se detuvo en nuestro piso o en el noveno. Puertas que se abren y cierran.

Estamos mirando, como lelos, la puerta que da al pasillo; de pie, tomados de las manos, en silencio y en plena oscuridad. El ascensor debe de estar palpitando, iluminado, estúpido y fatal. La acción fue en el piso noveno. Se trataba de alguien con una bicicleta. También podía ser una silla de ruedas. O represores pertrechados con motosierras, equivocados de piso. Pequeños estruendos apagados por la mampostería. Todo termina en segundos, como si nunca hubiese sucedido. Prefiero que el aparto quede en planta baja. Me siento más seguro, como si tenerlo cerca nos delatara. Pero lo único que no podemos hacer,  precisamente, es huir del ascensor.

Aprovechamos la pausa para sentarnos en la alfombra. Replegado el oído, la vista nos conecta con el mundo. Es el sentido de la vista y adyacencias. Estar en la penumbra es como palparla, las cosas sólo se presienten. Los colores, por ejemplo, han desaparecido. Rosario es un mundo sin colores.

Primero nos sentamos uno al lado del otro. Casi enseguida paso mi brazo sobre sus hombros y la atraigo hacia mí. La cabeza de Cris hace un furtivo nido en mi pecho. Tiene un cabello corto, que no convoca a la caricia. Pero igual lo hago. He compartido cientos de cosas con ella y hasta el momento no le había tocado ni una mano. Ella tampoco. Ni se me ocurre buscar alguna señal medio asfixiada. Sí se me ocurre, pero no la encuentro. Todo en Cris es solidez. Pude haber supuesto que ella era más bien tierna, frágil. Pero no, es acero apenas maleable. Va subiendo lentamente su rostro hacia mí. Me da tiempo a pensar. Nos da tiempo. Puede ser una flor buscando luz. Un eclipse de sol en desarrollo. Un cantar in crescendo. ¿Qué espero encontrar en su cara casi adivinada? Es un rostro lunar que se aproxima inexorablemente. Y yo ayudo.

El beso fue a mitad de camino. Un poco curioso como beso, técnicamente hablando. Una suerte de acople defectuoso, desparejo, irregular. Pero rebosante de vida. Saliva agridulce. Aliento cálido a voces en acecho. Cris tenía dientes lisos y una hermosa lengua inequívoca.

Yo debo de haber tenido lo mío. Lo percibí en el brillo de sus ojos. Como un descubrimiento, como una sorpresa. Casi rieron. Su determinación no desplazaba su profunda belleza. Y es que todo allí era belleza.

Habíamos evolucionado hasta que ella quedó de espaldas y yo a medias encima. No estábamos siendo muy creativos, y eso mismo nos transmitía la fuerza de las cosas inexorables. Después habría tiempo para ampararnos en el fatalismo, que es la argamasa de las obras de amor. Pero eso vendría después. Ahora mandaba la piel. Descubrí su mano debajo de mi camisa, sobre mi espalda desnuda. Los tiempos mentales no coincidían con los otros. Quise desabrocharle la campera de lana, pero la torpeza crecía y se multiplicaba. Corríamos el riesgo de morir estrangulados por nuestras ropas. Optamos por sacarnos todo junto y con un solo movimiento simultáneo.

El ascensor arrancó en ese preciso momento. El zumbido eléctrico arrasó el vacío del departamento. Entonces me salió el mejor chiste de la noche:

–Habiendo ascensor, el régimen no se responsabiliza por los accidentes que pudieran suceder en la escalera.

–Ni fuera de ellas.

¿Quién condujo las jornadas de junio? ¿Y por qué debieron ser conducidas por alguien? ¿O fue todo un mito? ¿Por qué desapareció sin dejar casi rastros? No siempre la historia genera historiadores.

¿Cómo fue que la mancha se trasladó de fábrica en fábrica? La explicación del boca en boca es plausible para aquella época, aún virgen de la invasión de los teléfonos celulares y otras tecnologías malditas. ¿La combustión se produce espontáneamente, una vez dadas las mismas condiciones generales? ¿Y cuáles eran éstas? ¿Sólo salario y trabajo? ¿Cómo entraba en lo que estaba pasando la presencia de un gobierno militar aparentemente en consolidación?

La mancha de aceite por momentos devenía en verdaderas oleadas. De más está decir que todo lo que tuviera que ver con algún tipo de organización previa, llámese sindicatos, comisiones, agrupaciones, partidos, etcétera, fue absolutamente inexistente de toda inexistencia.

El contagio de Massei Ferguson fue, de hecho, automático. Estaban a pocas cuadras, eran de la misma actividad, sus obreros vivirían en los mismos barrios. Hicieron lo mismo, ocuparon pacíficamente las instalaciones.

Pero las demandas no trascendían. Ni las demandas, ni el hecho en sí. No hubo carteles, pancartas, ni banderas. Mucho menos megáfonos, bombos o redoblantes. Ni cantitos. Ni marchas. La vibración era interior, por abajo, y no cedía con la distancia, pues se cargaba con el pulso humano.

La primera fábrica grande de este lado de la circunvalación, era la textil Estexa, con su mayoría de obreras. Interesante. Un analista ortodoxo le daría a este dato una significativa importancia: se movilizaban las reservas. ¿Pero hacia dónde? ¿Bajo qué bandera?

Hacia el Norte, trepó rápido. Esta calidad de obreros –químicos, papeleros– necesitaba un par de días para pegar el salto. Pero la simpatía arrasaba las secciones. Quizás no tuvo tiempo de llegar hasta el San Lorenzo. No supe que hicieran nada.

Hacia el Sur, en cambio, la oleada había llegado a la Ovidio Lagos. Los metalúrgicos cargaban sobre sus espaldas más experiencia y tradición que otros gremios industriales. Comenzaron las asambleas, ante la mirada atónita de patrones y sindicalistas. La ausencia de demandas claras era suplantada por la solidaridad con los demás obreros en lucha. Se sabía que eso era real, pero no se sabía más. Parecía suficiente. Las asambleas eran encuentros breves. Los oradores de siempre no hablaban. Lo hacían los más parcos y concretos: “No trabajamos”; “Nos quedamos adentro”. Ni siquiera hacía falta someterlo a votación. Hasta podría decirse que no eran las más democráticas del mundo.

La mancha de aceite se extendía inexorablemente.

Después de la anécdota de J. Deer, el Ejército no actuó más. O sea, no actuó como era fácil imaginar. Hubiese sido como juntar agua con una sola mano. Sus jefes –como otros jefes de otras instituciones– debían de estar rompiéndose la cabeza en el área Inteligencia. Y no creo que hayan descartado la hipótesis de una invasión de los soviéticos.

El colectivo tuvo que detenerse en un semáforo en rojo. El chofer miraba por el espejo retrovisor interno. Parecía estar esperando que alguien le diera la palabra. Un trabajador embanderado en su mameluco azul, parado en la mitad del pasillo, lo hizo.

–Escuché que ustedes también quieren parar. ¡Ni se les ocurra! Más que nunca necesitamos tener movilidad.

–Algunos les tienen miedo a los atentados –dijo el conductor, indeciso.

–¡Qué atentado ni atentado! –la que vociferaba era una señora gorda desde el fondo– Ahora más que nunca hay que estar unidos, y la mejor forma es estando dentro del trabajo. Y para eso hay que llegar al trabajo.

–¡Como siempre, nos tiran la bronca a nosotros porque dicen que carnereamos! –insistía tímidamente el colectivero, mirando al revés, arrancando como un bólido.

–Ahora no es como antes. Lo que pasa ahora nunca pasó antes –dijo un sereno que venía de cumplir su turno. Habló pegado a la ventanilla, mirando hacia fuera. Era imposible saber si su tono sombrío tenía que ver con el arrepentimiento por lo que no se hizo antes, por los problemas que a todas luces estaban por venir.

–¿No convendría salir a la calle? Juntarse con una bandera argentina en una esquina –el que aportaba la idea era un pibe con cara de mal dormido.

–Ahí nos barren –no fue posible identificar la voz.

–Tenemos que ser más.

–No hay que tener miedo.

–Acá, lo importante es llegar hasta el fin de semana con el movimiento firme. Después veremos.

–A mí me parece que estamos todos locos.

Al lado del colectivo se paró otro de la misma línea. Los conductores hablaron a través de los ventanucos abiertos. El recién llegado gritó:

–¡Ché, hay un quilombo bárbaro! ¿Qué vamos a hacer?

–¡Qué se yo, preguntale a tus pasajeros!

Nos encontramos con Lalo en el hall central de la estación de ferrocarriles. Ninguno de los dos se acordó del “minuto”. Nos sentamos, a la espera de ningún tren. No había un alma en kilómetros a la redonda. Segundo a segundo, acumulábamos errores de seguridad. No nos interesaba. Ambos veníamos de nuestras fábricas. En Forja no pasaba nada todavía. En la de él pasaba de todo. Los informes estaban en esa delicada franja entre lo confiable y lo deseable. El movimiento abarcó talleres de todo tipo –como curtiembres y cristalerías–, pero no hizo pie en el comercio ni en los sectores estatales.

Lalo estaba con un pie en la vieja línea de mantenerse guardado, y con el otro, en subirse al tablón. Alguien había deslizado un papel donde se pedía un aumento de salario. La gente lo miraba y asentía, pero mantenía una actitud disonante, como esperando algo más. No se estaba trabajando, pero todo el mundo en paz. Momentáneamente, la empresa no apretaba. Daba para pensar en que pudiera estar sacando algún partido del movimiento. Los milicos no aportaron más.

¿Línea? ¡Guacha y lonja para adelante! ¡Hay que plantear la Huelga General! ¿Insurreccional? ¡Vos estás en pedo! ¿Te olvidás del gobierno que tenemos? ¿Te olvidás de la masacre que están haciendo los milicos? ¡La gente va para adelante! ¿Qué clase de vanguardia es el Partido? ¡La salida sólo se puede plantear en términos políticos! ¿La gente está desarticulada? ¡Mejor! ¡Mejor que no se metan los traidores de los sindicatos! ¡Mejor que no se meta nadie! ¡El Partido pondrá las consignas a los trabajadores! ¡Huelga General! ¿Hasta cuándo? ¡Hasta que el gobierno retroceda! ¿Hasta que dé el aumento de salarios? Ponele.

La parte organizativa de la cita fue más caótica que la política. La Regional estaba totalmente dislocada. La caída de la casa de Empalme había sido un verdadero desastre. Claro que en aquella dimensión, todo era relativo. La buena noticia era que se trataba solamente de dos compañeros. Los otros dos habitantes de la casa habían zafado de milagro. Pero la mejor noticia era que estaban “blanqueados”, o sea presos vivos; adentro, pero públicos. Eso podía ser por simple accidente burocrático. También por línea de tal o cual sector de los milicos versus otros. La primera reacción, como siempre, fue histérica. El compañero T., el responsable de la Regional, había zarpado a Buenos Aires, mitad por seguridad, mitad para ver qué se hacía. Con los otros cuadros regionales no se tenía contacto.

Nos atropellábamos. Las salidas se presentaban a larguísimo plazo y enredadas en medio de la clandestinidad y la falta de recursos económicos. Más que a un reacomodamiento táctico, se parecía mucho a un desparramo. Creo que nos queríamos convencer de que la herida había cauterizado por sí sola. Al menos, como en mi caso, y un tanto precariamente, todos teníamos dónde pasar las próximas dos noches. Pero el verdadero problema era que lo hecho en el último año, puesto a prueba se caía sin estrépito alguno. No teníamos un miserable mimeógrafo donde imprimir un volante para participar en el movimiento de resistencia. La imprenta sería inabordable por semanas. Y ni siquiera podíamos pensar en una distribución como la gente.

Como si la galaxia dependiera de ese panfleto, o como si el mismo concentrara toda la verdad conocida o por conocer, la receta mágica ante la decadencia del sistema, nuestra obsesión se materializó en imprimir el maldito texto y repartirlo en las fábricas. Trascendía el mismo mensaje que supondríamos estaría escrito. Nos trascendía. Era un acto religioso del Partido. La fe.

Con alfileres y paciencia fuimos uniendo algunos retazos unibles. El resultado de la inapropiada cita se resume en el último intercambio de palabras. Le dije: “Hoy a las seis te doy el texto”. El dijo: “Esta noche comenzamos a repartirlo”.

El movimiento tuvo su pico máximo al día siguiente, y después se fue replegando. Probablemente ya no podía avanzar más manteniendo aquellas características que, paradójicamente, lo habían hecho tan formidable. Persistió casi una semana. Hacia el final hubo señales inequívocas del gobierno que posteriormente se tradujeron en mejoras económicas. No se registraron represalias en los focos más importantes, y eso solo constituía un triunfo inapelable. La gente quedó bien, sorprendida de sus propias fuerzas, absolutamente desorientadas sobre cómo continuar y si era dable continuar. Creo que todo el mundo tuvo conciencia de que, sea como sea, los próximos episodios arrancarían desde aquellas jornadas. Lo que se llama toda una adquisición. La prensa no lo registró en ninguna de sus tiradas a lo largo de la semana. Quizás la versión del mito arranca de esta comprobación, o falta de comprobación, según se lo mire.

Videla se dio el gusto de izar el pabellón en esa nueva edición de la fiesta patria. Rosario había quedado nuevamente apuntalada.

Nuestro panfleto fue todo un éxito. Nadie le dio bola, pero la gente lo apoyó en un sentido amplio. Digamos que justificó su existencia, que es mucho más de lo que estábamos acostumbrados. La línea era principista, pero torpe. Debe de haber arrancado algunos suspiros y otros tantos resquemores. Cuando lo estaba distribuyendo en el vestuario de la fábrica, fui sorprendido por un par de compañeros que estaban escondidos durmiendo una siesta. Me los sacaron de la mano y me empujaron fuera del vestuario. Fueron ellos los que se encargaron de desparramarlos a lo largo de toda la cuadra, a plena luz del día, subiéndose a los colectivos que hacían cola. Cuando vinieron a pedirme más y no pude o no quise darles, me miraron como para pegarme. Pero no lo hicieron. Uno de ellos me palmeó la espalda. La única palabra que se le escapó fue compañero. Y hasta allí llegó toda mi relación política con estos magníficos tipos.

Lo realmente insólito fue el llamado “balance” interno del partido. En un momento pensé que la restituida Regional, incluyendo sus viajeros esporádicos, me iban a sancionar. No lo llegaron a concretar, pero hicieron algo peor: lo dejaron planteado como para que sus posiciones fueran incorporadas por mí, voluntariamente, claro, a mi propia autocrítica. Lo que me molestó fue, más que las críticas, las mofas a la calidad política del contenido de nuestro volantito de emergencia. El gran centro de la discusión se transformó en la necesidad o no de convocar a la huelga general indefinida y qué reflejaban tales delirios, y no en el balance de la actividad –pronósticos incluidos– del conjunto de la organización. En fin.

En el mes de julio me trasladé definitivamente a Buenos Aires, aceptando el consejo del partido. A Cris la vi un par de veces después de aquella noche del ascensor. Cayó presa un año más tarde, y por un tiempo largo. No creo que aquellas jornadas memorables hayan quedado registradas en algún lugar de privilegio en los archivos más o menos oficiales de cualquier organización que aquí haya sido nombrada. Sé que quedó en la memoria de aquellos que la protagonizaron. Lo que me incita a creer que todo el Proceso debe de haber estado atravesado de acontecimientos semejantes. La historia tiene la extraña propiedad de que puede ser descubierta cuando uno menos se lo espera.










José Chiquito Moya edita un blog
con narraciones protagonizadas por Bodoque Fernández, detective de barrio.